lunes, octubre 29, 2007

—EN CASA DE DOÑA SOLEDAD— Cap. 12

Antuco vino a buscarlo puntualmente. Claro, cuando hay algún chocolate de por medio, nadie tiene que decirle que sea puntual. Después de peinarse, y de arreglarle el cuello torcido a la camisa del Antuco, Cristian y el niño se dirigen a casa de la señora Soledad...
—¿Cómo lograste que te diera permiso tu mamá? –pregunta Cristian, curioso.
—Le dije que iba a la casa de mi madrina.
—¿Y te creyó?
—Claro, pu’. Siempre me cree –responde el niño, con aire de suficiencia.
—¿Y si después le pregunta a tu madrina?
—Mi madrina le va a decir que estuve con ella.
—¿Y tu madrina te apoya en eso? –pregunta con incredulidad y sorpresa el joven.
—Claro, pu’. Si ella me ayuda. ¿No vis’ que ella es amiga de la Lo...de la señora Sole?
—¿Ah si?
—Si pu’. Lo que pasa es que mi madrina dice que mi mamá se pone muy “cuica” a veces. Por eso ella me deja ir donde la señora Sole, y le dice a mi mamá que estuve en la casa de ella.
—¿Y nunca los ha pillado tu mamá?
—No nunca. Claro que me acuerdo de una vez que 'casi'.
—¿Ah si? ¿Y cómo fue eso? –pregunta Cristian, deseoso de escuchar alguna diablura del Antuco.
—Esa vez yo estaba en la casa de la Lo... de la señora Sole, cuando mi mamá mandó a la Lore’ a buscarme a la casa de mi madrina pa’ que le fuera a comprar al almacén.
—¿Te refieres a tu hermanita?
—Si´, pu’. La Loreto. Acuérdate que de cariño le decimos ‘Lore’.
—Ah si, tú me contaste. Sigue no más.
—Bueno, Cuando la Lore’ llegó a buscarme, llegó y entró no más, pu’. Y empezó a llamarme: “Antuco”, “Antuco....dice mi mamá que ‘vayai’ a comprar al armacén”... –el niño gesticula y hace ademanes, describiendo los acontecimientos, cosa que divierte a Cristian.
—¿Y?
—Espérate, pu socio. Déjame contarte a mí no más. No me ‘ interrumpai’, pu’.
—Ah, bueno, perdona.
—¿En qué parte iba?... Ah, sí... Cuando la Lore’ llegó y empezó a llamarme, mi madrina no sabía qué hacer para que no nos pillara, porque la Lore’ es mas re’ sapa?. Too’ le cuenta a mi mamá. Y si yo le doy chocolate para que no me acuse, me recibe el chocolate y después igual me acusa. Es mas re’ sapa?. Bueno, la cuestión es que mi madrina... a ver cómo fue la cosa... Ah. Ya me acordé. Mi madrina le dijo que yo estaba en el baño, haciendo cacú, y que ella me daría el recado. Entonces la Lore’ se puso a golpear la puerta del baño y a gritar que me apurara. Entonces como yo no respondía, claro cómo iba a responder si estaba en la casa de la señora Sole ¿no es cierto?
—Me imagino.
—Entonces como yo no respondía, la Lore’ le dijo a mi madrina que a lo mejor yo me había muerto. Entonces mi madrina le dijo que cómo se le ocurría hablar esas tonteras, y la Lore’ se puso a llorar por que yo no le contestaba. Y entonces mi madrina le dijo que a lo mejor yo me había quedado dormido, pero no que me ‘hubría’ muerto...
— “Hubiera”
—¿Cómo?
—Se dice “hubiera”, no “hubría”.
—Bueno, eso... La cuestión es que la Lore’ salió llorando a buscar a mi mamá, y le dijo que yo me ‘hubiera’ muerto en el baño de mi madrina.
—Se dice... Bueno, no importa, sigue no más. ¿Y?.
—Después llegó mi mamá toda desesperada a ver qué me ¿hubiera pasado?...
—“Qué te había pasado”...
—Eso. Y mi madrina estaba más desesperada todavía, por que mi mamá nos iba a pillar que yo no estaba en su casa si no que en la casa de... la señora Sole.
—¿ Y qué hizo?
—Cuando llegó mi mamá, le dijo que yo ya había salido del baño y que ella me había mandado a comprar, y que la Lore’ decía puras tonteras no más. Entonces mi mamá retó a la Lore’ por asustarla, y le pegó en el trasero. Ja, ja, ja. Es más re’ tonta?
—¿ Y no te remuerde la conciencia por que le pegaron a tu hermanita por tu culpa? –dice Cristian al niño, para ver su reacción.
—¿Por qué, pu’? Chis’, ¿Y todas las veces que me han pegado a mí por culpa de ella, cuando me acusa?
—Pero si te acusa, es por que hiciste algo malo...
—No, pu’ socio. Si ella, a veces, me acusa de puras mentiras que inventa no más, para que me peguen. ¿No vis’ que ella es la regalona y toos’ le creen?.
—"A veces"...
—Si, pu’.
—Bueno, ¿y cuando te acusa las otras veces que no son mentiras?...
—Mira socio, ya llegamos. Aquí vive la señora Sole...
Muy convenientemente para el Antuco, llegan a la casa de la señora Soledad. Le llama la atención a Cristian, el jardín bien cuidado de la mujer. La casita, modesta, pequeña, sin embargo muy bien cuidada y arreglada, no guarda relación con la fama de la dueña. Doña Soledad los recibe muy contenta y con exagerada amabilidad. Su vestido floreado, largo con vuelos, le hace parecer a esas damas antiguas. Su pelo largo semirubio, teñido, amarrado con un grueso cintillo, cae libre sobre su espalda. Su perro, "Pequitas", no deja de ladrar a Cristian.
—¡Deja de ladrar a Cristiancito, pesado! –reprende a su perro la mujer–. Si él es un niño bueno, ¿verdad Cristiancito?
—Bueno, eso creo –responde Cristian, divertido por los esfuerzos del "Pequitas" por asustarlo, mientras al mismo tiempo "valientemente" se esconde detrás de doña Soledad.
La mujer les invita a sentarse a la mesa, la cual ha surtido de dulces, queque y algunas golosinas, lo que hace abrir desmesuradamente los ojos al Antuco, afectando sus glándulas salivales; cosa que no pueden dejar de notar sus dos compañeros de mesa, quienes intercambian miradas divertidas.
—El "Tuquito", es uno de los más fervientes admiradores de mis dulces –comenta con picardía la mujer a Cristian–. ¿Verdad "Tuquito"?.
El niño baja la vista avergonzado, sin emitir comentario.
—Ay, no te molestes mi amorcito, –dice la mujer con tono maternal–. Si lo digo de gusto. No es para que te pongas colorado, Ji, ji, ji.
—¿ Usted vive sola, señora Soledad? –interviene Cristian para sacar al Antuco de su incomodidad.
—Sí, mi tesorito. Como lo indica mi nombre "Soledad". Mi única familia es el “ Pequitas”, mi perrito- –la mujer acaricia tiernamente el pelaje del perro, a quién a sentado en su falda.
—¿Usted nunca tuvo hijos?
—Nunca quise tener hijos –responde con cierto aire de tristeza–. Es que para traer hijos al mundo, hay que poder cuidarlos y educarlos, y yo con la vida de gitana que llevaba, ji, ji, ji, nunca habría podido darles la atención que hubieran necesitado. Pero a veces me siento sola y como que me habría gustado tener uno que hubiera sido. Aaah, pero después me digo: “¿Y pa’qué querís hijos, Sole, cuando pa’ lo único que sirven los hijos hoy día es para hacer pasar rabia a los padres?.” Si los hijos de hoy día son muy ingratos, Cristiancito. Claro que no todos, por supuesto, como tú por ejemplo. Debes haber sido un muy buen hijo.
—¿Usted fue gitana, señora Sole? –pregunta abriendo los ojos el Antuco.
—Ja, ja, ja. Claro que no, "Tuquito". Es una forma de decir –responde divertida doña Soledad–. Lo que pasa es que yo fui una artista muy famosa cuando era joven. Cantaba y bailaba. Actué en muchas partes de Chile, uuuh, si yo les contara. La gente me pedía a gritos que saliera a cantar. Tengo “hartas” fotos de cuando era artista. ¿quieren verlas?.
—Yo ya las he visto varias veces, señora Sole –responde el niño, un tanto afligido.
—Tienes razón, "Tuquito", pero Cristiancito no las ha visto aún. ¿Quieres verlas, hijo?
—Sí, me encantaría –responde el joven, con sinceridad.
La mujer entra a su dormitorio, por un instante, y luego regresa trayendo un grueso álbum de fotografías, el cual abraza sobre su pecho, como algo muy preciado. El perro ahora se acerca a Cristian (a quien al parecer ha incluido entre sus conocidos, ya que no le ladra), moviendo su cola y jadeando.
—Mira, esta es de mi marido. Bueno, del que fue mi marido –dice, mientras muestra una de la fotografías a Cristian, quien ante la insistencia del "Pequitas", lo toma en sus brazos–. El se fue para Argentina y nunca volví a saber de él. El era promotor de artistas, y seguro que se encamotó con alguna flaca patas largas. En todo caso debe haber tenido las piernas más gordas que las mías, como se fue a encamotar tanto, ¿verdad? ja, ja, ja. Pero algún día pienso ir para allá, y si está casado con otra, me lo traigo "retobadito" de vuelta para acá, ja, ja, ja.
—Yo creí que su esposo había muerto –dice Cristian con cierta discreción, medio cerrando sus ojos para evitar los lengüetazos del perro, lo que causa la risa del Antuco.
—Está en Argentina –insiste la mujer, cambiando el tono de la voz, con los dientes apretados, y endureciendo su mirada , adoptando una actitud de ofendida.
—Oh, sí. Perdón, no quise molestarla –dice el joven, un tanto perturbado.
—No, mi amorcito –responde la mujer, recuperando rápidamente su sonrisa y su actitud amable–. No me haz molestado en lo absoluto, cariño. Déjame mostrarte esta foto del "Pequitas". Mira aquí está cuando recién tenía un mes de nacido ¿no es tierno?
—Si, se ve muy bonito –responde el joven, aliviado, mientras el perro se contenta, como si entendiera que están hablando de él.
—Bueno, después seguimos viendo fotos –dice doña Soledad, cerrando abruptamente el álbum de fotografías, ante la sorprendida mirada del joven–. No vaya a ser cosa de que el Antuquito, se nos desmaye de hambre, de tanto mirar los dulces, ja, ja, ja. Ya niños, sírvanse ustedes mismos. Aquí está el tecito, el pan, la mantequilla, el queso. Pon la bolsita de té en la taza, "Tuquito", para echarte el agua caliente. Cuidado, no te vaya a quemar...
Doña Soledad se mueve con habilidad al atender a sus invitados. Luego baja al perro de los brazos de Cristian, quién se ha estado esforzando en esquivar los lengüetazos del “Pequitas”. Lo deja en un cajón que al parecer es para él, con un trocito de dulce, y un poco de leche en un tazón. El Antuco apenas puede engullir el trozo de torta que se ha echado a la boca. Mientras mastica con deleite, ya le tiene echado el ojo a un apetitoso trozo de queque, que parece hacerle guiños. Cristian, de cuidados modales, observa a la mujer de reojo, mientras se sirve su taza de té. Una extraña simpatía ha nacido en él hacia doña Soledad. El trato cariñoso de la mujer, tal vez le hace pensar que así sería su madre, a la cual casi no conoció.
—¿Y tus padres, Cristiancito, viven contigo? –pregunta la mujer, como adivinando los pensamientos del joven.
—No, señora. Ellos murieron. Yo vivo con mi tío Alfredo, en la casa de los Ibarra, como a dos cuadras de aquí.
—Ay que pena... –responde doña Soledad con voz triste–. Dime "Sole" no más, mi amorcito. Así me dicen mis amigos, y quiero que tú seas mi amiguito ¿quieres? –dice la mujer, tomado el brazo del joven.
—Sí señora Sole. Claro. Me gustaría. –responde un tanto sorprendido el joven, encontrando su mirada con la del Antuco, quien le mira sonriente, con sus dientes incrustados en un sandwish de queso.
—¡Espléndido! Ahora ya tengo tres amiguitos –dice contenta la mujer mientras entrelaza los dedos de sus manos, acercándolas a su rostro.
—¿Tres? –pregunta Cristian, tratando de no parecer indiscreto.
—Claro; la Rebequita, "Tuquito", y ahora tú –responde la mujer, mientras acaricia la barbilla del joven–. Son las únicas personas que no me rechazan, o que no me tratan de loca.
—Perdón, ¿Quién es la señora Rebeca? –pregunta intrigado el joven.
—Se refiere a mi madrina –responde el Antuco, con la boca llena de pan.
—Tuquito, qué son esos modales –corrige con cariño la mujer–. No debes hablar con la boca llena, mi amorcito.
—!Up¡. Perdón –responde avergonzado el niño, mientras se limpia la boca con una servilleta.
—La Rebequita, es muy tierna conmigo –continúa la mujer–. Cuando estoy enferma, me viene a ver y se encarga de ir a retirar mis medicamentos al hospital. Incluso cuando estoy en cama, enferma, ella se da la molestia de venir a cocinarme, fíjate. Es una santa para mí. Yo le digo que es mi "madre Teresa" particular, ji, ji, ji. Ella es la única que cree que no estoy loca.
—Bueno, yo tampoco creo que lo esté –se apresura a comentar, Cristian–. Me parece una señora muy amable y cariñosa.
—¡Yo tampoco, señora Sole! –interrumpe el Antuco.
—Ay, gracias, mis tesoritos. Si no es necesario que me lo digan. Yo lo sé. –dice la mujer en tono conciliador–. Yo me refería a las otras mujeres del barrio, y todos los demás. Mucha gente se interesa en los demás solo cuando andan en busca de chismes. No pueden soportar no enterarse de la desgracia ajena. No por que deseen ayudar, si no por que quieren hacer leña del árbol caído. Agitan sus lenguas venenosas, víboras hipócritas. Apuesto a que cuando me muera, ahí van a decir: " ay, qué buena era la "loquita", para ver qué pueden rapiñar de las cosas que tengo. Pero se van a quedar con los crespos hechos, los buitres. Yo ya tengo hecho mi testamento, y se van a llevar una tremenda sorpresa cuando se enteren, ja, ja, ja.
—Perdone que le pregunte, señora Sole. ¿Por qué creen que... que usted está loca? –pregunta Cristian, con prudencia.
—Ay, tesorito. No importa, pregunta no más. Tú eres mi amiguito y puedes preguntar lo que quieras –responde la mujer poniendo tiernamente su mano en la cabeza del joven–. Bueno, lo que pasa es que a veces, cuando no me tomo mis pastillas, o cuando paso una rabia muy grande, me vuelvo una niña... Espérame un ratito, te voy a mostrar algo...
La mujer se pone de pié, entra en su dormitorio, y después de un momento regresa con una muñeca de trapo, hermosamente vestida.
—Cuando me pongo como niña –continúa la mujer–, juego con mi muñeca, "Mimí". Le acaricio el cabello y la hago dormir. Las mujeres del vecindario se burlan de mí y me gritan que soy una loca. Ella sí me comprende –balbucea mostrando a su muñeca–, por que nunca me contradice ni se burla de mí. Claro, las muñecas no pueden hablar, ¿verdad Cristiancito? ja, ja, ja. Pero cuando se me pasa, me acuerdo de toditito lo que hice, fíjate de que no se me olvida nada.
—Y esas pastillas que dice usted, ¿son para que no se ponga así? –pregunta Cristian, ante la atenta mirada del Antuco, que con sus ojos bien abiertos, parece no querer perderse nada de la conversación.
—Claro –responde la mujer–. Me las recetó el doctor Barbosa, que es un médico Brasileño, bien joven, y que me atendió cuando estuve internada en el hospital de los loquitos, cuando me dio una crisis.
—¿Le dan crisis, señora Sole? –interviene el Antuco, queriendo participar de la conversación, sin tener mucha idea de lo que está preguntando.
—Bueno, muy rara vez Tuquito. Pero cuando me dan, a veces veo personas en mi cuarto, pero yo sé que no están ahí. Yo sé que es mi imaginación no mas, pero son muy reales. Hasta puedo sentir cuando me tocan. Por eso tengo que tomar mis pastillas. Tengo varias pastillas y tengo que tener cuidado de tomarlas a mis horas. Hay unas bien chiquitas de diferentes colores. Y en la noche me tomo una “Triptilina”. Son éstas, ¿ves?. Estas chiquitas –muestra una pequeña cajita a Cristian–. Las guardo en esta cajita para que no se me olvide tomármelas.
—Pero el que a usted le den a veces esas crisis, no significa que esté loca –dice condescendiente el joven.
—Ya lo creo que no. Pero anda tú a hacerle entender eso a las chismosas del barrio –concuerda la mujer–. Se han encargado que todo el mundo me crea loca. Y yo digo que es el mundo, mas bien el que está cada día más loco, y no yo. ja, ja, ja ¿no crees, Cristiancito?
—¿Porqué dice que el mundo está loco, señora Sole? –pregunta intrigado el Antuco.
—Por que sí, pues, "Tuquito". Si el mundo dice que lo blanco es negro y que lo negro es blanco. ¿Quién es el que está loco? –responde la mujer. El Antuco da una mirada significativa a Cristian, como para recordarle que él ya le había mencionado ese comentario anteriormente, cosa que el joven recuerda perfectamente–. "Habrase visto" –continúa la mujer–, ¿Cuándo los hombres se habían vestido de mujeres, y las mujeres de hombres? Las mocosas de apenas 12 años, tienen guagua, y los taitas mas encima se lo celebran? Y si algún padre se atreve a darle un buen par de correazos a un hijo mal criado, lo acusan de maltrato infantil y lo meten preso... El otro día, sin ir más lejos, don Enrique, el señor que es taxista y que vive en la calle de más arriba, pilló a su hija de 15 años que le había mentido, y que estaba en la casa de un tontorrón grande de mas de 20 años, besuqueándose y haciendo quizás qué otras cochinadas, y le pegó un correazo que le dejó marcada la correa en las piernas. La chiquilla lo denunció a los carabineros, y a don Enrique lo metieron preso. Más encima lo amenazaron que si le volvía a pegar a su hija, lo iban a meter a la cárcel y tendría que pagar multa. Ahora la cabrita hace lo que se le antoja, y como burla se pasea con el tontorrón por toda la población. ¿Qué te parece?, ja, ja, ja. ¿No está loco este mundo?...
—¿Uno puede acusar a su papá a los carabineros, señora Sole? –pregunta interesado el Antuco.
—¿Qué estás pensando picarón? –responde doña Soledad, sonriendo pícaramente al niño–. Claro que se "puede" hacer. Pero no sería correcto pues, Tuquito. Los padres disciplinan a sus hijos, porque los quieren y no desean que cuando crezcan sean unos delincuentes, o drogadictos. Esas leyes se hicieron para proteger a los niños que son maltratados abusivamente por padres violentos. Pero parece que algunas autoridades no lo entienden, y se van al extremo de quitarles el derecho a los padres de criar a sus hijos de una manera digna.
—Pero a veces los papás le pegan re' fuerte a uno, pu' –protesta el Antuco.
—Ja, ja, ja. Bueno, ésa es la idea, pues Antuquito. Que duela –responde divertida doña Soledad–. Así el niño aprende que una mala acción reporta un castigo doloroso, y así no lo vuelve a hacer. ¿Te imaginas que los padres le pegaran tan despacio a los niños y que no les doliera nada? Los niños seguirían portándose mal, total, si no duele?...
—Yo una vez, me puse una frazada chiquita, que era de la Lore cuando ella era guaguita –confidencia sonriente el Antuco–. Me la puse doblada debajo del pantalón, y cuando mi papá me pegó, no me dolió ná'. Pero yo igual gritaba como si me hubiera dolido re' mucho. Pero la Lore me acusó, y mi papá me bajó los pantalones y me pegó re´fuerte. Chis' me dolió más?...
—Ay, este Tuquito, es todo un plato, ja, ja, ja –dice doña Soledad riendo junto con Cristian, quien, acaricia la cabeza del niño.
—Claro que hay adultos también que se portan mal –continúa la mujer–. Por eso digo que el mundo está al revés. Por ejemplo, hace un tiempo, en el almacén de doña Luisa, estaba la desvergonzada de allá arriba, esa que le quitó el marido a la chatita que vive al lado de la Rebequita, y se ufanaba diciendo que: -(doña Soledad hace gestos cómicos al imitar el modo de hablar de la mujer)-."Ay, ‘su hombre’ le había comprado esto y aquello". ¿Y tú crees que las otras mujeres que estaban allí, le reprocharon algo?... ¡Nada! Si hasta la felicitaban, hijo. A mí me dio tanta rabia, que no pude contenerme, y le dije que en vez de estar vanagloriándose con el marido de otra, mejor se fuera a preocupar de los cinco críos que dejó abandonados con su esposo, ji, ji, ji.
—¿Y ella qué le contestó? –pregunta intrigado Cristian.
—Ay, hijo. Si se me fueron todas encima. Casi me pegaron. Me dijeron de todo. Lo más suave que me dijeron, fue "loca metiche y la de tu madre...". La pobre señora Luisa estaba tan avergonzada, que después tuvo la gentileza de disculparse por lo que habían dicho sus clientas. Esa señora me gusta, porque es una dama. Nunca le he oído decir alguna grosería, cosa que en es muy difícil decir de las otras rotas que estaban allí.
—¿Y a tí, Cristiancito? –pregunta la mujer–. ¿Cómo te va en el colegio?
—Me va bien, creo. Es que llevo poco tiempo todavía –responde el joven–. El profesor jefe me dijo que la otra semana me iba a hacer unos exámenes de evaluación para poder calificarme. Ojalá me vaya bien.
—No tendría por qué irte mal. A menos que no dejes tiempo para estudiar. ¿Tú tienes polola, Cristiancito? –pregunta doña Soledad, mientras sube al perro en su falda.
—No, no me gusta pololear –responde el joven un tanto avergonzado.
—Mucho mejor –dice doña Soledad, complacida–. Los jóvenes que andan pensando en esas cosas, no dejan tiempo para sus estudios. Quieren pasarse el tiempo enamorando niñitas. Además que lo encuentro tan cruel.
—¿Cruel? -pregunta intrigado el joven.
—Sí, cruel. Cómo no va a ser cruel, pues Cristiancito –responde doña Soledad, mientras acaricia a su perro–, si cuando los jovencitos se enamoran, no pueden casarse, porque están estudiando y no tienen cómo formar un hogar todavía.
—Pero es que el pololeo no es para casarse, pu', señora Sole –interrumpe el Antuco, queriendo demostrar que sabe sobre el tema.
—Por lo mismo, Tuquito. El permitir que se desarrollen fuertes sentimientos, sin el compromiso del matrimonio, hace sufrir mucho a esos jóvenes –contesta la mujer–. Y más si algunos de ellos lo hacen solo para divertirse, como dicen. Sin tomar en cuenta el daño emocional que pueden causarle al otro, más si se 'encamotan'. ¿no crees Cristiancito?.
—Bueno, yo... en realidad no lo había pensado así.
—Muchos jovencitos no miden las consecuencias que pueden traer esos pololeos, llamados "diversión sana", Cristiancito. Algunas jovencitas han llegado a quitarse la vida por un pololo que las deja por otra niña. Y cuando no es eso, es porque quedan embarazadas. Entonces los papás las obligan a hacerse aborto, y así asesinan a una criatura inocente que no tiene la culpa de venir a la vida. O algunas que tienen miedo de que se enteren sus papás, también se quitan la vida.
—Pero no todas los que sufren se quitan la vida, ¿o sí? –pregunta preocupado el joven.
—Claro que no, Cristiancito. Pero ¿Quién puede saber cómo reaccionará un corazoncito joven y sin experiencia, a un desengaño amoroso? Tú sabes que los adolescentes toman todo tan exageradamente... Se creen feos, que tienen la nariz muy grande, que nadie los “pesca”, como dicen ellos... que nadie los entiende... Imagínate cuando se sienten engañados, o abandonados por sus pololos.
—Si, pues. Tiene razón.
—Ahora ¿qué me dices tú, de todas esas niñitas que tienen que criar a sus hijos, solas, cuando ellas mismas necesitan que las cuiden y las críen? Además, casi ningún hombre está dispuesto a hacerse cargo de hijos ajenos, y las pobres cabritas tienen que quedarse solas con sus críos. Además muchos jóvenes creen que cuando una niña tiene un hijo, es por que son mujeres fáciles. Así es que las pobres niñitas pasan de uno en otro mocoso, buscando marido, y lo único que consiguen es llenarse de más críos. ¡ Pobres pajaritos! Pero el mundo está así ahora. Dan ganas de ponerse a llorar.
—Pero, ¿no se puede pololear sin tener hijos? –pregunta el Antuco con sus ojos bien abiertos, por lo novedoso del tema para él.
—Ja, ja, ja... Me había olvidado que el Tuquito estaba escuchando conversaciones de grandes –dice doña Soledad–. Debe tener las orejas cono antenas de televisión. Ja, ja, ja.
El niño baja la vista avergonzado, pero doña Soledad lo tranquiliza rápidamente, acariciando su "espinuda" cabellera.
—Ay, mi amorcito, no se me ponga así. Si lo digo en broma nada más, ji, ji, ji –ríe divertida–. Bueno, lo que pasa Tuquito, es que los jóvenes cuando se abrazan, y se dan besitos, y se hacen cariñito, y más cariñito, y más cariñito... después no pueden evitar que se les pase la mano, como se dice ¿no?. Entonces se les sube la temperatura, ji, ji, ji. Y entonces se ponen a tener hijitos, pues. ¿Ves?
—Ah... ¿ Y cómo...? –pregunta el niño.
—Ay, no. Hasta aquí no más llego yo, pues Tuquito. Ja, ja, ja. –ríe de buena gana doña Soledad, mientras se hace para atrás, apoyando su espalda al respaldo de la silla, ante la mirada divertida de Cristian que acaricia la cabeza del niño–. Lo demás vas a tener que preguntárselo a tu mamá o al profesor de tu escuela, ji, ji, ji. O vas a tener que esperar "cuando seas grande" como dicen por ahí., ja, ja, ja.
El niño ríe también, poniendo su mano abierta sobre su rostro, mirando entre sus dedos, sin entender mucho, pero queriendo aparentar que entiende todo. El "Pequitas" ladra contento, como si quisiera participar de ese momento alegre.
—¿Quieres otra tacita de té, Tuquito?, ¿Y tú, Cristiancito? –pregunta la mujer mientras deposita otro trozo de dulce en el plato del Antuco, y también en el de Cristian.
—Sí, gracias –responde el niño–. ¿Me puedo servir otro pedazo de torta?
—Claro, mi amor. Veo que te gustó la torta que hice ¿eh?
—¿Usted la hizo? –pregunta Cristian–. Está muy rica.
—Gracias, cariñito. Ustedes me dan ánimo con sus halagos. Son unos Amores. Para el mes de Julio, está de aniversario el “Pequitas”. Así que haré una fiestecita y ahí haré una rica torta. Ustedes serán mis invitados exclusivos.
—¿Aniversario?, ¿Exclusivos? –pregunta intrigado el niño.
—Si, Tuquito. Ese mes se cumple un año desde que me regalaron al “Pequitas”. Era tan mononito y chiquito, ji, ji, ji.
—¿Y por qué exclusivos? –insiste el niño.
—Ah, porque ustedes serán los únicos que estarán en esa fiestecita. Ah, y la Rebequita, por supuesto.
—¿Y va a haber chocolates? –pregunta con entusiasmo el Antuco.
—Ja, ja, ja... Por supuesto, Tuquito. Ahora también tengo unos chocolatitos guardados para ti, que compré en el supermercado.
—¿Me puedo comer uno? –pregunta tímidamente el niño.
—Ja, ja, ja... ¿Y dónde le cabe tanto a este niño? –pregunta divertida doña Soledad, ante la risa de Cristian.
La velada continúa entre las anécdotas del Antuco, las fotografías de doña Soledad, y los ladridos del "Pequitas", que cada vez que escucha reír, piensa que es una señal para ladrar y mover la cola.
El Antuco da cuenta de dos barras de chocolate, y otro trozo de torta, mientras conversa con la boca llena, ante las recriminaciones de doña Soledad. Cristian no recuerda haber pasado un rato tan agradable cómo aquel, y con tan extraños personajes, y de tan diversas generaciones. Bien decía su abuelo, que a veces se aprende de la vida, en donde menos se piensa. Se alegra de no haber acompañado a Alfredo y Nélida, y haber optado por conocer a tan interesante señora.

Como a las 9 de la noche, Tito lo invita a salir a juntarse con sus amigos, pero Cristian se excusa aduciendo que tiene que conversar con su tío que se va a la mina. No quiere herir a Tito, pero tampoco le agrada la idea de encontrarse con sus "amigotes", como les llama la mamá de Tito.
Esa noche, Alfredo se regresa a la mina. Le deja el encargo de recibir durante la semana, a un compañero de trabajo del otro turno, quien llevará una cama de una plaza para Cristian. Por fin podrá dormir sin el cargo de conciencia de estar privando a Alfredo de un buen descanso, ya que hasta ahora su tío ha estado durmiendo en el sofá.
Después de acostarse, no puede conciliar el sueño. Hay demasiadas cosas en su cabeza. Toda su vida se ha trastocado en los últimos días. No se acostumbra a la idea de que ya no está en su casa de Chalinga, en su cama acogedora, al lado de la ventana que da al jardín de la abuela. Que su abuelo ya no está a su lado con sus consejos campechanos. Que a sus amigos, tal vez ya no los vuelva a ver. Echa de menos el pan amasado con chicharrones, de doña Melania. Y los huevos frescos de gallina que le llevaba por la mañana, antes de irse al colegio. Una solitaria lágrima, solitaria como él mismo se siente ahora, rueda por su mejilla hasta alcanzar la comisura de sus labios. Sus manos aprietan fuerte la punta de la sábana húmeda entre sus dientes.

FIN DEL CAPITULO 12

No hay comentarios.: