martes, septiembre 14, 2010

— Una nueva oportunidad para un viejo mendigo— Cap. 20

El mismo día siguiente, Alfredo salió a buscar otra casa donde arrendar. Con Cristian habían concordado en que no debía ser muy lejos de donde estaban, tanto por no alejarse de la pensión de doña María, como para que Cristian pudiera estar cerca de sus pocos amigos que tenía en el barrio: El Antuco, doña Soledad, y Tito. Aunque respecto de este último, se le hacía difícil conservar esa amistad, considerando el peligro en que estaba envuelto Tito.
Hasta el Jueves de esa semana, no habían encontrado nada. La señora Luisa, del almacén donde compraban el pan y otras cosas menudas, les había colocado un aviso en su vitrina, solicitando arrendar casa, y el precio que estaban dispuesto a pagar. Doña Soledad se las arregló para conseguir que en el supermercado también publicaran un aviso. El Viernes parecía que habían resuelto el asunto, pero resultó que la casa que se ofrecía, estaba al lado de una de las familias que traficaban drogas. Alfredo se opuso terminantemente a arrendarla, y por supuesto Cristian lo respaldó. Nélida estuvo tranquilizada toda esa semana, ya que, con la presencia de Alfredo, se cuidaba de exponer su interés por Cristian.
El Sábado, en la mañana, Cristian recuerda visitar al “Poeta Copete”. Después de relatarle los acontecimientos del Domingo, y de la buena reacción de Alfredo, el viejo vagabundo no podía parar de reír. Según él, eso demostraba que nunca se llega a conocer realmente a las personas. Pero lo que lo dejó mudo de asombro, fue cuando se enteró de la invitación de doña Soledad a tomar onces...
— ¿Estás seguro, marinero, que fue a mí a quién se refería? ¿No te habrás confundido?

— No, no me he confundido. Ella dijo bien claro que deseaba que usted aceptara tomar onces con ella y conmigo.

— Ay, Dios... esa señora debe estar mas loca que yo –balbucea el viejo, tomándose la cabeza a dos manos, mientras se pasea de acá para allá–. ¿A quién se le ocurriría invitar a un vagabundo borrachín a su casa? ¡¡Y a tomar onces!! Ja, ja, ja, ja, ja. Ensuciaría todos sus lindos sillones con mi ropa “limpia” ja, ja, ja. ¿Estás seguro, hijo, de lo que estás diciendo?...

— Ya se lo dije a usted. Ella quiere que vaya a su casa. Tendría que preguntarle a ella porqué lo hace, no a mí –responde divertido Cristian, al ver la confusión del pobre hombre.
El Poeta copete se sienta en una de las rocas de la playa, tomándose su mentón y quedándose largo rato meditando, como queriendo entender qué es lo que sucede. Luego de un instante, se incorpora y se dirige a Cristian pensativo...
— Tienes razón, marinero –dice poniendo su mano en el hombro del joven–. La única forma de desentrañar este misterio, es concurriendo a casa de la señora... “confundida”, y preguntárselo a ella misma.

— Ella quería que usted pudiera ir hoy. Dice que le haría unos panes amasados para que probara su mano...

— ¿Panes amasados? ¿Calientitos? ¡Por mi copete! –exclama el viejo, llevándose sus manos a la cabeza–. Ja, ja, ja, ja. El que estaría loco, sería yo si no acepto esa invitación, ja, ja, ja...¿Y tú, marinero... estarás allí también?

— Por supuesto, ja, ja, ja. –responde divertido, Cristian–. No me perdería por nada del mundo las exquisiteces que cocina la señora Soledad...

— ¿Ah, sí?... ¡Qué te parece! Algo me dice que seremos concurrentes muy asiduos de esa amable... señora confundida, ja, ja, ja. Pero espera un poco... –dice el viejo, deteniendo de pronto su jolgorio, y reflejando una inesperada seriedad en su rostro.

— ¿Qué pasa...? –murmura preocupado el joven.

— Es que no puedo ir y entrar así nada más a casa de esa amable señora, en esta facha –responde el viejo, con un dejo de tristeza en su voz–. Mira mis andrajos, y mis zapatos rotos, me caería de vergüenza sentarme en su sillón en estas condiciones...No, no, no. No podré aceptar, marinero... No sabes cuanto lo siento, pero, no.

— Yo sabía que usted diría eso...

— Y si lo sabías, ¿porqué me invitaste, hijo? ¿Pretendías burlarte de este pobre viejo tonto? –interrumpe algo molesto, el viejo, con sus ojos vidriosos.

— Por favor, no crea eso de mí. Yo sería incapaz de burlarme de usted. Usted ha sido como... ha sido muy amable conmigo –responde el joven con sinceridad. Es que yo ya hablé con mi tío y...

— ¿Con tu tío Alfredo? –pregunta el viejo, con una mezcla de estupefacción y sorpresa–. ¿Y no te dijo nada por haber entablado amistad con un viejo pordiosero como yo?

— No, no dijo nada. Bueno sí dijo, pero nada malo....

— ¿Y qué dijo, si se puede saber?

— Dijo que era muy difícil hoy día encontrar personas de buen corazón como usted, y manifestó su deseo de conocerlo, para darle las gracias por tratar de ayudarme.

— ¿Eso dijo? Vaya... se ve que ese joven no es ningún estirado. Pero por otro lado, es un cándido en confiar así no mas en alguien a quien ni siquiera conoce. Yo en su lugar, no te habría permitido seguir con esta amistad...

— ¿No me habría permitido? –responde incrédulo el joven, con un dejo de humor e ironía en su voz, que termina por divertir al viejo.

— Bueno, ja, ja, ja... Creo que al final te habrías salido con la tuya, ja, ja, ja. Pero en fin... ¿Qué es lo que conversaste con tu tío...?

— El dijo que si usted respondía, como lo hizo, que yo le llevara a nuestra pieza y que allí el podría ... regalarle una ropa que el tiene para que usted pueda ir a visitar a doña Soledad –responde el joven, con sigilo y prudencia, tratando de no ofender al viejo.

— ¿Dijo esoo? –responde el viejo abriendo desmesuradamente sus ojos, sin poder dar crédito a lo que oye–. Pero si eso no lo hace nadie hoy en día... ¿Con qué criaron a tu tío?, ¿con leche de las monjas?, ja, ja, ja.
El viejo y el joven ríen de buena gana ante esta extraña situación. Luego de unas cuántas preguntas más, por parte del viejo, finalmente ambos se dirigen a la pieza de Cristian, como a eso del mediodía. Ante una inicial inquietud y duda nerviosa por parte del viejo, finalmente se atreve a ingresar al cuarto del joven. Alfredo no está, ya que debió dirigirse a ver al capitán para recibir nuevas instrucciones para sus pesquisas. De modo que el viejo y el joven, examinan varios pantalones y camisas que Alfredo guarda en el baúl, y que pertenecieran a su Padre, don Benancio.
— Oye, marinero... ¿Estos pantalones usa tu tío? Son de mi época y bastante anchos para un joven como él, ja, ja, ja.

— En realidad no son de él. Son de mi abuelo, Benancio.

— ¿Tu abuelo? ¿No dijiste que tu abuelo... había....?

— Oh, sí. Mi abuelo está fallecido, pero es que mi tío guardó esta ropa como recuerdo o algo así dijo... no recuerdo bien.

— ...Y este viejo está privándolo de esos lindos recuerdos –responde el viejo, con un dejo de tristeza en su voz.

— No se apene por eso. Mi tío dijo que la ropa es la herencia de los pobres. Al menos eso siempre decía también mi abuelo. Decía que cada vez que uno la usaba, recordaba a su antiguo dueño, y así mantenía su recuerdo. En cambio guardada en un baúl, es fácil olvidarse de la ropa y de aquel a quien perteneció. Cosas de mi abuelo.

— Me hubiera gustado haber conocido a tu abuelo, marinero. Se percibe que era un hombre que tenía la sabiduría que entrega la vida –responde con una sonrisa el viejo, mientras se encaja los pantalones–. Mira...¿cómo se me ven?

— Muy bien... parece que fueran de usted.

— ¿Verdad que sí? Ja, ja, ja. Ahora soy un hombre elegante y de mucha alcurnia –dice divertido, adoptando una pose caricaturesca de gran señor.

— ¿Le gustaría darse un baño? –pregunta temeroso el joven, temiendo ofender al viejo.

— ¿Un baño? ¿Un baño dices tú? ¿Con agua dulce y todo?, Ja,ja,ja –responde contento el viejo, mientras se saca los pantalones–. Ya no recuerdo cuándo me di el último baño con agua dulce. Solo me baño en el mar, pero el agua salada me pica el cuerpo... Así es que ... mejor no me baño, ja, ja, ja, ja.
La risa franca del viejo, hace que Cristian le muestre su dedo índice sobre sus labios, pidiéndole silencio, al mismo tiempo que señala la ventana de Tito.
— Ooop... Perdón marinero –responde el viejo, interrumpiendo abruptamente su risotada –olvidé que no estamos en mi pocilga, ja, ja, ja.

— Está bien, no se preocupe, los dueños de casa son amigos. De todos modos es mejor no llamar mucho la atención.
Mientras el viejo se ducha en el cuarto contiguo al WC. Cristian selecciona alguna ropa interior y unos zapatos de Alfredo. Una vez que el Poeta Copete está de regreso en el cuarto, Cristian le ayuda a ponerse una de las camisas blancas de su abuelo. Una vez vestido y calzado los zapatos, que le han quedado un poco grandes, pero cómodos, el viejo se mira en el espejo de la pared. Su rostro barbudo y desaliñado contrasta con las ropas limpias que lleva. Se queda observándose por lago rato mientras se pasa su mano por el mentón. Luego peina sus canosos cabellos hacia atrás, ayudado por el joven.
— Mejor ni te cuento, como salió el agua de la ducha, ja, ja, ja –dice el viejo mientras Cristian ordena sus largos cabellos–. Si se tapa el caño, tendré que pagar indemnización al municipio ja, ja, ja.

— No creo que sea para tanto ja, ja, ja –responde el joven siguiendo la humorada–. En todo caso a mi me sucedió lo mismo la primera vez que llegué de Ovalle, ja, ja, ja.

— Oye, marinero... ¿Cómo es esa... esa señora confundida... la que nos invitó a tomar onces.

— ¿Doña Soledad? Bueno, en una buena persona. Ella es viuda y nunca tuvo hijos. Vive sola con su perrito. A veces se desequilibra emocionalmente, pero no siempre le ocurre eso.

— Sé de lo que hablas. Aunque tu no lo creas, a veces a mi me parece que yo también pierdo la cordura. Tengo recuerdos que me corroen el alma y es muy difícil vivir con sentimientos de culpa como los míos. Quizás algún día te platique de ello...
El viejo se calla al sentir que su voz se quiebra por la emoción. Cristian guarda respetuoso silencio sin agregar palabra alguna. En sus pensamientos recuerda lo que le contó Licha acerca del viejo. No puede menos que compadecerlo. Luego de un instante, el viejo recupera la compostura.
— ¿No crees que el pelo se me vería mejor, amarrado como cola de caballo, marinero?

— Yo creo que sí, don Odiceo –responde Cristian condescendiente–. Se le vería más de acuerdo con su ropa.

— Ja, ja, ja, No me digas Odiceo, marinero, que me haces reír –dice abruptamente el viejo–. Ese nombre me lo puse yo y se siente raro en boca tuya. Te voy a contar un secreto, pero será solo para ti. Te diré mi verdadero nombre. Pero haz de prometerme no mencionarlo delante de otras personas.

— Claro... como usted diga...Pero... ¿Cómo deberé llamarlo?

— “Señor Poeta”. Así me gusta que me llames. Me hace sentir... importante –. responde el viejo, casi con solemnidad, poniéndose de pié y elevando uno de sus brazos como si se dispusiera a declamar uno de sus poemas–. “Señor Poeta”... ja, ja, ja Poeta pordiosero... pero poeta al fin. Sí señor, ja, ja, ja.

— ¿Y cómo es su nombre verdadero, señor poeta? –dice solemnemente el joven siguiendo el juego al viejo.

— Mi nombre es... Rodrigo... –responde con solemnidad, y paseándose por el cuarto, mientras mueve sus brazos declamando–. “Rodrigo... como el mío Cid. Como el Cid campeador, marinero. Guerrero de mil batallas, soberbio y altanero al desafiar a la muerte misma. No hay brazo que se haya mantenido firme frente a mi temple. Defensor de damas hidalgas e indefensas, (siempre que sean hermosas) –dice con picardía, guiñando un ojo al muchacho–, y del oprimido, y del pobre y del andariego y de todo aquel que no tenga ayudador. Mi mano es su mano, y mi brazo, su protección. ¡No temáis borrachos de la tierra!, que aquí tenéis a vuestro adalid, abrazad mi causa, y os prometo que vuestra vida estará llena de aventuras y romance.”

— ¡Bravo! ¡bravo! –exclama Cristian, mientras aplaude entusiasmado. El viejo termina su monólogo con una amplia y caricaturesca reverencia.

Cristian y el Poeta copete, se dirigen a casa de doña Soledad. La mujer los recibe afectuosa y efusivamente. Insiste en que se acomoden en el mejor de sus sillones. Luego de ofrecerles una limonada fría, se sienta frente al viejo poeta con una sonrisa de satisfacción, difícil de disimular.
— No sabe usted, las ganas que tenía de conocerlo –dice la mujer entrelazando sus manos, delante de su expresiva sonrisa.

— ¿Ah sí? –pregunta halagado el viejo, respondiendo a la sonrisa de la mujer–. Seguramente el marinero le habrá exagerado las cosas acerca de mi.

— Al contrario –responde doña Soledad–. Cristiancito es un jovencito muy serio, y todo lo que me ha contado de usted, debe ser cierto.

— ¿Y qué le ha dicho de mi? A ver. Veamos si ha sido objetivo y equilibrado –responde el viejo, inclinándose hacia atrás en el sillón, y poniendo uno de sus brazos sobre el respaldar.

— Me ha dicho que usted es una persona con mucha educación. Y no me diga que no, pues ya lo estoy comprobando. Usted usa un vocabulario muy agradable. Se nota que es una persona muy educada...

— Oh, no se crea todo lo que ve, querida dama –responde el viejo en tono divertido–. Usted sabe que “no todo lo que brilla es oro” ¿verdad?, ja, ja, ja.

— Don Ro... don... eh... el señor poeta me hace recordar a mi abuelo Benancio con sus dichos –interviene Cristian.

— Está bien, marinero... puedes llamarme Rodrigo –dice el viejo al notar la perturbación del joven–. Esta bella dama no es como las otras personas que he conocido. No hay problema en que sepa mi verdadero nombre.–concluye el viejo, mientras besa la mano de doña Soledad quién no puede disimular su complacencia con su risita nerviosa. Cristian abre desmesuradamente sus ojos de sorpresa al notar con qué facilidad el viejo accede a revelar su verdadero nombre, después de prohibírselo con tanta insistencia en su cuarto.

— ¿Ah, si? –dice en tono divertido doña Soledad, mientras le ofrece un dulce al viejo, que éste no demora en recibir y engullir–. ¿Y cómo son las otras personas a las que usted ha conocido?

— Ah, mi bella dama... Usted no se imagina cómo está el mundo hoy día –responde con un suspiro el viejo–. Pululan los engreídos y los mentirosos y lo hipócritas. Estos últimos son los que mas me disgustan.

— ¡Creo que nos vamos a entender muy bien lo dos, amigo poeta! –exclama la mujer, muy complacida–. A mi me indignan las mismas cosas...

— Rodrigo...

— ¿Cómo? –pregunta extrañada doña Soledad.

— Rodrigo es mi nombre, bella dama. Usted puede llamarme Rodrigo.

— ¡Que bello Nombre!... “Rodrigo”, como el Cid Campeador, ji, ji, ji.

— ¿Viste marinero? –dice el viejo, dirigiéndose a Cristian–. Estamos conectados con esta bella señora. Algo me dice que seremos buenos compinches, ja, ja, ja.
La velada transcurre entre risas y las bromas ingeniosas del viejo, celebradas efusivamente por doña Soledad y Cristian. Luego de dar cuenta de cuanto dulce o comida quedara, (cosa que el viejo alaba en cada mordisco por la buena mano al cocinar de doña Soledad), el viejo menciona el problema por el cual atraviesa el joven, por la situación de Nélida y su tío.
— Usted aconsejó muy bien al marinero, mi bella dama. Y la providencia se encargó de que las cosas salieran bien. ¿Qué te dijo tu tío, hijo? –pregunta el viejo.

— Dijo que por ahora dejaríamos que Nélida piense que nos engaña a los dos –responde el joven con prudencia. Sabe que no debe delatar las actividades policiales de su tío, aún a estas buenas personas–. Dice que él esperará el momento apropiado cuando se lo descubrirá.

— Tu tío es una persona muy especial, Cristiancito –dice doña Soledad–. Se nota que fue bien enseñado por tu abuelo.

— Espero que eso no te traiga problemas con “la araña”, marinero.

— No los traerá. Mi tío ya no subirá a la mina. Desde la próxima semana trabajará aquí en la ciudad. Además nos cambiaremos de casa.

— Ay, si. De veras que andas en eso. Ojalá no sea muy lejos de aquí, Cristiancito. No me gustaría perder tu amistad –dice la mujer con un dejo de tristeza–. En el supermercado no ha habido novedades con el aviso que me pusieron.

— Traten que sea una casa bien abrigada –dice el viejo–. Pronto llegará el invierno, y las noches están cada vez más frías.

— Ay, me imagino cómo debe sufrir usted, don Rodrigo, viviendo a la intemperie con todo ese frío que hace en las noches de invierno –dice doña Soledad, con pena.

— No voy a negarle que algunas noches son muy difíciles de superar –responde don Rodrigo–. Sin embargo no es todo el año. En verano y primavera es muy agradable dormir bajo las estrellas. Se siente la magnificencia del universo, la libertad de las aves, la identidad del viento –dice, cerrando sus ojos y haciendo ademanes elegantes.

— Uy, don Rodrigo –dice visiblemente emocionada doña Soledad, llevando sus dos manos entrejuntas a su boca, ante al sonrisa complacida de Cristian–, es usted un magnífico poeta, ji, ji, ji. Cristiancito ya me lo había dicho, pero ahora lo compruebo por mi misma. ¿Hace mucho que usted escribe poesía?

— No, para nada, mi estimada dama –responde el viejo–. El poeta copete, solo apareció cuando la vida me jugó una mala pasada. Usted no imagina lo que el dolor, la soledad y la desesperación pueden hacer en el alma de una persona. Si algo debo agradecer a esta vida negra mía, es haber removido el sarro de mi corazón y haberme hecho más humano. Ahora, desde mi presente, puedo mirar al pasado y darme cuenta de cuántas estupideces cometemos cuando no estamos concientes de nuestra naturaleza. Pero en fin... –dice con un suspiro– . Si no aprendemos “por las buenas”, la vida se encarga de enseñarnos por las malas...ja, ja, ja, ja.

— Ja, ja, ja... usted tiene toda la razón, don Rodrigo –responde la mujer–. ¡Y que lo diga! A mi me sucede exactamente lo mismo. Desde que perdí... desde que se fue mi esposo y quedé sola, he tenido mucho tiempo para pensar, y he experimentado lo mismo que usted relata.

— ¿Acaso su esposo la abandonó? –pregunta el viejo con seño fruncido y un dejo de compasión en la voz.

— Sí... –interrumpe Cristian–, su esposo la abandonó y se fue para Argentina...¿Verdad señora Soledad?

— Pero qué falta de bondad de parte de su esposo... –exclama el viejo–. Cómo puede haber personas tan egoístas... Me imagino que usted estará muy enfadada por ello, bella dama...

— Disculpe señora Soledad –dice Cristian, avergonzado, al notar la incomodidad de la mujer–. No debí mencionarlo...

— No, no... No es eso, Cristiancito...es que... –la mujer se queda un tanto perturbada –. Lo que sucede es que no te conté toda la verdad, hijo... perdóname...

— No tiene porqué disculparse, señora Sole –responde el joven–. Son cosas personales que usted no tiene ninguna obligación de contarme...

— Pero quiero hacerlo, hijo. Ya te considero como de mi familia, y no quiero que haya mentiras entre nosotros.

La mujer saca un pañuelo de su manga, y seca sus ojos húmedos por la emoción, mientras el viejo y el joven observan la escena en respetuoso silencio.

— En realidad mi esposo no me abandonó –continúa la mujer con voz entrecortada por le emoción–. Él fue uno de los detenidos desaparecidos para el pronunciamiento militar de 1973. Era dirigente vecinal de un partido político de izquierda. Una noche los militares lo vinieron a buscar como a las tres de la madrugada. Aún lo recuerdo despidiéndose de mí. En sus ojitos se veía que sabía que nunca más nos volveríamos a ver. Lloré toda esa noche... Me dijo... “Nunca olvides que siempre te amé y siempre te amaré”... Y nunca lo he olvidado, a pesar de que Dios sabe cuánto lo he intentado –agrega prorrumpiendo en llanto.
El viejo se sienta al lado de doña Soledad, rodeándola con sus brazos, acariciando sus cabellos en un gesto consolador. Cristian no puede evitar que sus ojos derramen lágrimas de compasión por el sufrimiento de la pobre mujer.
— Entiendo cómo debe sufrir, bella dama –dice en tono consolador el viejo–. El recuerdo es como un aguijón que nos tortura cada día que pasa. Y Dios no nos permite olvidarlo... quizás para recordarnos cuán indefensos somos ante esta ingrata vida. Pero debemos seguir sufriendo esta soledad con entereza. Quizás algún día Él se apiade de nuestro sufrimiento y nos permita algún momento de felicidad antes de que nos llame a su santo reino.
Ahí estaba nuevamente ese “Santo Reino”. Cristian no puede evitar llenar su cabeza de preguntas sin respuestas. ¿Las tendría algún día?

Luego de pasar ese momento de tensión emocional, doña Soledad, ya mas repuesta, trajo su álbum de fotografías para mostrarlas al viejo. Cristian se imaginó la cara que habría puesto el Antuco si hubiera estado allí. No pudo evitar sonreír ante esa imagen mental.
— Don Rodrigo –dice sonriente doña Soledad, una vez que han terminado de ojear el álbum–. Quiero proponerle algo, pero prométame que no se va a ofender...

— Nada podría ofenderme si viene de usted, mi bella dama –responde teatralmente el viejo–. Usted dirá...

— ¿Porqué no se viene a vivir a mi casa? Yo tengo un cuartito de madera en mi patio que antes arrendaba y que tiene cuarto de baño separado... usted podría servirme de compañía y protección. Así yo no tendría que preocuparme que alguien me asalte por vivir sola. ¿Qué le parece?
El viejo se ha quedado boquiabierto sin atinar a responder, ante lo inesperado del ofrecimiento. Solo atina mirarse con Cristian, quien también no sabe cómo reaccionar ante lo inesperado de la situación.
— Pero... –responde casi tartamudeando el viejo– ¿Usted está en sus cabales? ... No se ofenda, pero si ni siquiera me conoce –agrega, mirando desconcertado al joven–. ¿Cómo sabe si soy una mala persona y le hago daño? No creo que sea prudente para usted...

— ¿Usted una mala persona? –responde riendo la mujer–. No me haga reír. Usted no es ningún desconocido, don Rodrigo, ji, ji, ji. Además usted me va a perdonar, pero yo sé reconocer de inmediato a las personas. Nunca me he equivocado. Y usted tiene un corazón que no le cabe en el pecho... y no me lo va a discutir. Pero si usted encuentra que es poca cosa lo que yo le ofrezco... –dice con fingida afección.

— ¿Poca cosa? ¿Poca cosa, dice usted?... ¡Por favor!... –responde el viejo con sus ojos humedecidos por la emoción–. Si jamás nadie me ha tratado como usted, bella señora. Y yo solo soy un viejo borrachín que no le importa a nadie y...
La emoción no le deja continuar, quebrándosele la voz en un sonido gutural. Momento que doña Soledad aprovecha para aliviar la tensión del momento.

— ¡Cómo se le ocurre decir eso, mi estimado don Rodrigo!... Entonces, no se diga más –dice la mujer, poniéndose de pie y dirigiéndose a Cristian, quien apenas se recupera de todo ese episodio sorpresivo–. Cristiancito, mañana mismo acompañas a don Rodrigo para que se instale en su cuarto.

— Pero, pero no tengo dinero con qué pagar el arriendo... –protesta débilmente el viejo, mirando a Cristian como pidiendo ayuda.

— Nadie le ha dicho que debe pagar, nada –responde la mujer–. Por lo demás si quiere contribuir con algo, hay muchas reparaciones que hay que hacer en esta vieja casa, y yo no puedo encargarme de ellas. La mano de un hombre será muy bienvenida ¿No cree?

— Ni lo diga –responde ya mas repuesto el viejo poeta–, yo sé carpintería y gasfitería. Con gusto me sentiré obligado a hacer esas reparaciones. Además noté que a su pequeño jardín le hace falta una buena poda...
Esa noche Cristian tuvo dificultades en conciliar el sueño. No dejaba de pensar en la dirección que estaban tomando los acontecimientos. Le alegraba sobremanera que la vida del viejo poeta estuviera cambiando para bien... y la de doña Soledad también. Sintonizaban muy bien los dos, como diría el Poeta copete. Es como si estuvieran hechos el uno para el otro... Quizás... tal vez... No. Era demasiado loco, siquiera pensarlo. El rostro de su abuelo se le antoja guiñándole un ojo.



FIN DEL CAPÍTULO 20

viernes, junio 18, 2010

— Los secretos de Alfredo — Capítulo 19

“LOS SECRETOS DE ALFREDO”
Luego de darse un baño, Cristian se dirige a casa de Nélida. Espera que esté presente doña María. Solo de ese modo podrá poner en práctica los consejos del viejo “Poeta copete”. Lo extraño para él, es que el consejo del mendigo resulta casi idéntico al que le ofreciera la señora Soledad “La loca”. Casi se diría que se pusieron de acuerdo para aconsejarlo. Respira hondo. Sabe que necesitará mucho valor y sangre fría para llevar a cabo sus planes. Pero solo de ese modo su tío le creerá y podrá tomar una escisión sobre su relación con Nélida.

En casa de Nélida, las dos mujeres le reciben con mucho afecto y jolgorio. Doña María ya tiene dispuestos los cubiertos para el almuerzo. Un mantel nuevo decora la mesa. Después del almuerzo, y durante la sobremesa, doña María domina la conversación con sus cuentos graciosos y su risa caricaturesca.

— Ay, Cris’ —dice doña María, con entrecortada voz— Me da tanta penita que tu tío no haya podido estar aquí para tu cumpleaños ayer. Pero ¿sabes? Con tanta emoción y tanta lágrima, se nos olvidó cantarte el “cumpleaños feliz”, ji, ji, ji. Pero ahora te lo cantamos con Nila....

Después de cantar el estribillo unas dos veces (bastante desafinado por parte de doña María), las dos mujeres besuquéan en las mejillas al joven.

— Gracias —balbucea incómodo Cristian.
— Ay, mi amor, es lo menos que podemos hacer —dice Nélida.
— Me gustaría que una vez que llegue don Alfred’ pudieran venir los dos mas tarde –dice festiva, doña María–. Podríamos servirnos algunos dulces y bebidas, mientras Nélida y Alfred’ pueden bailar un poquito ¿No crees, Cris’?
— Sería bonito, sí. Me gustaría –responde el joven.
— ¿Te gustaría? –pregunta sorprendida Nélida.
— Si, me gustaría ¿Porqué? ¿Le extraña?
— No...es decir, sí... algo –responde confundida Nélida–. Es que siempre que te hemos invitado a venir en la noche, te has excusado.
— Es que ahora es por su cumpleaños, pues Nila –interrumpe doña María –. Es una ocasión especial verdad Cris’?
— Si, señora María. Lo único es que ojalá mi tío no venga muy cansado y no quiera.
— Bueno, si dice que no quiere, me avisas y yo lo voy a buscar –dice complacida Nélida, devorando a Cristian con sus ojos.

El último comentario de la muchacha hace pensar a Cristian, que las cosas saldrán mejor de lo que se había propuesto. Pareciera que el “Poeta copete” hubiera sido adivino o algo así.

Luego de visitar a la señora Soledad después de almuerzo y contarle los últimos pormenores del día, se dirige a su cuarto a dormir una siesta. Deberá estar muy calmado para lo que se avecina. Le divierte algo, la insistencia de la señora Soledad en conocer al viejo “Poeta Copete”. Si hasta le pidió que uno de estos días le invitara a tomar onces con ellos y el Antuco. “Haz todo lo que ese buen hombre te recomendó, hijo” —le había dicho— “No puedo imaginar mejor consejo”.

Luego de dormir un poco, se dirigió a tomar onces donde doña María. Nélida estaba muy eufórica con la idea de tener a Alfredo y Cristian en una “velada íntima” como ella la había catalogado. Luego de preparar los pormenores, Cristian se dirige a su cuarto como a las 21:30 horas a esperar a Alfredo, cuando éste baje de la minera.

Como a las diez de la noche Alfredo llega al cuarto. Luego de saludar efusivamente a Cristian por su cumpleaños, se da un baño mientras canta a todo pulmón. Cristian no puede dejar de reír al recordar las palabras de Tito en cuanto al canto de su tío. El recuerdo de Tito, le hace volver su dolor de estómago. Sabe que deberá contarle a su tío todo el problema en que Tito está metido. Paciente espera que Alfredo se cambie ropa.

— ¿Sabes, sobrino regalón? Vengo tan cansado que de buenas ganas me acostaría sin comer. No tengo ni ganas de ir donde doña María.
— Ellas quieren que vayamos los dos a tomar unas bebidas y dulces, por mi cumpleaños.
— ¿Ah sí? ¿Y tú quieres ir?
— La verdad no me anima mucho la idea, pero las vi tan entusiasmadas, que les dije que bueno.
— ¡Puchas!. Qué le vamos a hacer. Tendremos que hacernos los amables no más.

A Cristian le salta el corazón desbocadamente, pero sabe que debe actuar. Se arma de valor para tocar el tema a Alfredo.

— Alfredo. Tengo algo muy delicado que decirte...
— ¿Algo delicado? ¿Qué pasa sobrino? ¿Te ocurrió algo malo? .

Alfredo no puede disimular su preocupación que se refleja en su rostro.

— En realidad... sí. Pero quiero pedir tu paciencia y me permitas decírtelo... de...una manera especial...
— ¿Especial? No te entiendo Cristiancito... me estás preocupando.
— Tiene que ver con Nélida... pero...
— ¿Nélida? ¿Qué hay con ella? ¿Le pasó algo?
— No.... no. No es eso... pero
— No me vayas a decir que te faltó el respeto –dice Alfredo en tono serio–. Porque soy capaz de ir a ponerla en su lugar de inmediato.

Cristian abre sus ojos estupefacto. Nunca imaginó que su tío se pusiera así de su parte, aún sin escuchar su relato. Casi tartamudeando sigue con sus palabras...

— ¿Cómo sabes....?
— Sobrino... Si no soy tonto, ni tengo la cara de imbécil. ¿Crees que no me doy cuenta cómo te mira y te provoca? ¿Qué te hizo, Cristiancito?
— La verdad es que me gustaría que tu escucharas de ella lo que pasó, y por eso quiero pedirte un favor. No quiero que ella niegue lo que hizo y me culpe a mí –dice Cristian bajando la vista perturbado.
— Mira sobrino.... Cualquier cosa que tu me cuentes, es para mi la verdad absoluta. Yo te conozco mas de lo que tu te imaginas. También la conozco a ella, y sé las cosas que se dicen de ella en el barrio. De las cuales, estoy seguro, muchas deben ser verdad.
— ¿Lo sabes?
— Por supuesto, pues Cristian. Si no soy ningún cándido.
— ¿Y entonces...¿ Porqué pololeas con ella?...
— Ay, sobrino regalón –dice Alfredo abrazando a Cristian tiernamente y acariciando sus cabellos–. Hay cosas que no he podido contarte aún. Pero confía en mi. Hay razones de peso que con el tiempo te contaré.
— Gracias por confiar en mi, Alfredo –balbucea emocionado Cristian, mientras se abraza fuertemente a su tío, cediendo a las lágrimas.
— Sobrino, sobrino... –responde Alfredo emocionándose también.
— Y yo que quería hacer que ella lo reconociera sin que se diera cuenta.
— ¿Ah sí? –responde mas repuesto Alfredo y soltando a su sobrino–. ¿Y cómo pensabas hacerlo?
— Quería pedirte que te escondieras en el Ropero de plástico y yo traería a Nélida a buscarte. Y cuando pensara que estábamos solos, le preguntaría de porqué me hizo lo que hizo, y así tu podrías escucharlo.
— Ay, Cristian, ya me estoy imaginando lo que te hizo, y me parte el alma por ti –dice Alfredo llevándose sus manos a la cabeza, visiblemente perturbado y apenado.

— Yo creía que tu te enojarías conmigo por traicionar tu confianza....

— ¿Enojarme contigo? Por supuesto que no, pues sobrino. Con quien estoy furioso es con ella, por aprovecharse de mi confianza y tu candidez.



Cristian relata todo el penoso episodio del día anterior a Alfredo, quien mudo por la impotencia, escucha a su sobrino, casi sin poder creer de lo que fue capaz Nélida. También Cristian le relata los consejos que le dieron la Señora Soledad y el Poeta Copete, cosa que divierte y enternece al mismo tiempo a Alfredo, manifestando que le gustaría mucho conocer a ese interesante personaje de la playa. Luego de tranquilizar a Cristian, Alfredo decide ir a la “velada íntima” preparada por su Polola, como si nada hubiera sucedido.



— ¿Le dirás que yo te conté...? –pregunta preocupado Cristian.

— No, sobrino. Esto es lo que haremos por ahora: No le diremos nada a esa... a esa descarada. La dejaremos que crea que nos tiene engañados a los dos. Debo hacer algo antes, y no puedo enemistarme con ella todavía. Ya lo entenderás.

— Pero... ella tratará de....

— No te preocupes por eso, Cristian. No tendrá oportunidad de hacerlo. La próxima semana es muy probable que mi empresa me cambie a una faena en la ciudad. No tendré que subir más a la minera. Así nos veremos todos los días y no tendrás que estar a solas con ella.

— ¡Qué buena noticia, Alfredo! ¡Podremos vernos todos los días!

— Así es. Y pronto te tendré otra sorpresa que te alegrará más aún. Pero por ahora permíteme no contártelo ¿si?

— Está bien...”Alfred” –responde sonriente Cristian, recuperando su buen humor.

— ¿Y cómo ha estado Tito? ¿Sigue invitándote a sus fiestas locas?

La pregunta de Alfredo le hace retorcer sus intestinos. Casi había olvidado ese otro trago amargo. Con calma y con tino, relata a Alfredo todo lo que oyó de la conversación de Tito con el traficante de drogas. Alfredo responde tomándose el mentón, con un dejo de preocupación, pero muy ensimismado en sus pensamientos. Casi se diría que la noticia no le ha sorprendido en lo absoluto.



— ¿Crees que Tito esté enviciado con las drogas, Alfredo? –pregunta con preocupación Cristian.

— Espero que no, Cristian. Pero independiente de eso, lo que está haciendo Tito al vender drogas, es algo muy peligroso y además un delito muy grave. Lo lamento por su familia, ya que son unas lindas personas. Cómo pudo ese muchacho necio involucrarse en eso... Espero no sea demasiado tarde para ayudarlo.



Tío y Sobrino se abrazan emocionados. Después de un momento, se dirigen a casa de Nélida. Por acuerdo de ambos, Cristian se esfuerza para no hacer sospechar a la muchacha que su tío ya lo sabe todo. Nélida no percibe nada anormal y de vez en cuando guiña un ojo a Cristian. Alfredo también lo hace, lo que no deja de divertir a Cristian ante tan extraña situación. Después de bailar un poco con Nélida, Alfredo se excusa por su cansancio y junto a Cristian se retiran a su cuarto a descansar.



Las palabras de su abuelo resuenan en la mente de Cristian...



“Los viejos tienen la sabiduría del tiempo, chatito, si tan solo los jóvenes supieran prestar atención a sus consejos... ¡cuantos problemas se evitarían!”.



Ese Lunes Alfredo cumplió su promesa a Cristian, y después de clases le llevó a un restauran del centro a comer comida china. Cristian estaba encantado con los pequeños fritos llamados “wantan”. Cristian le observa complacido. Luego de servirse una carne picante que fascinó al Joven, Alfredo le llevó al cine.

De regreso en su cuarto, Cristian pasa al pequeño cuartucho de WC. Al regresar al cuarto, su tío toma su lugar en el baño. Cristian nota en el ropero de plástico el pequeño bolso negro con el que su tío llegó de la minera, semi-abierto. Un objeto brillante asoma por el cierre medio descorrido. La curiosidad lleva a Cristian a ver mas de cerca el objeto. Su corazón da un vuelco al notar que se trata de un revolver. Sin poder evitarlo lo toma en sus manos justo cuando Alfredo entra al cuarto. Cristian lo mira pálido, con el revolver en su mano.



— ¡Cristian! –alcanza a exclamar Alfredo, mientras su sobrino lo mira atónito y boquiabierto.

— Perdón... yo, yo....

— No te disculpes, el necio soy yo por haber sido tan descuidado.



Un torbellino de ideas pasa por la mente de Cristian. Se imagina a su tío involucrado con los narcotraficantes, delincuentes o quizás qué otra calamidad absurda... Alfredo se apresura a tomar el arma de las manos de su sobrino, y la mete al fondo del bolso de mano. Luego se sienta en la cama, e invita con un gesto a Cristian a sentarse a su lado.



— Mañana –dice lentamente, como tratando de tranquilizar al joven–, faltarás a clases e iremos a un lugar en el centro de la ciudad. Creo que ha llegado el momento de que lo sepas todo. Solo te pido que confíes en mi y no pienses nada malo. No estoy metido en nada ilegal, si es eso lo que te preocupa. Pero prefiero que veas con tus propios ojos la situación y así no tendrás dudas acerca de mi. Alfredo abraza fuertemente a su sobrino, para infundirle ánimo y afecto.



Esa noche, Cristian apenas puede conciliar el sueño. Los últimos sucesos de estos tres días han sido demasiado para él. Y ahora esto. Su llanto quedo finalmente lo sume en un profundo letargo.



Al día siguiente, temprano, sin desayunar, se dirigen al centro en un taxi colectivo. Al llegar al centro, se encaminan a un edificio antiguo, alto, de unos cuatro pisos, ubicado en una calle no muy céntrica. Al llegar, Cristian nota que todos los que están allí saludan con cierta familiaridad, pero al mismo tiempo con formalidad a su tío. Un hombre, formalmente vestido, los hace ingresar a una oficina espaciosa y sobria. Cristian nota en las paredes, algunos cuadros que contienen diplomas y pergaminos. Unas letras grandes, en metal, se encuentran justo arriba del escritorio principal “POCE”. Ambos toman asiento en un cómodo diván de cuero. Alfredo solo se limita a sonreír a su sobrino sin emitir palabra. Al cabo de unos instantes, un hombre grueso, medio calvo, formalmente vestido, ingresa a la oficina. Alfredo se pone de pié de forma automática.

— Buenos días Capitán.

— Buenas, Antonio... ¿Este es tu sobrino...? –pregunta el hombre tomando asiento e invitando con un además a Alfredo a hacer lo propio. Cristian ha permanecido sentado, pero muy nervioso. Aún no entiende nada de lo que está pasando, y menos el porqué el hombre ha llamado “Antonio”, a su tío..

— Si, Capitán. Este es mi sobrino de quien le hablé.

— ¿Estás seguro de lo que estás.....?

— Sí, señor –responde Alfredo sin dejar terminar la frase al oficial–. Creo que ya no se puede esperar más.

— Está bien. Si tú así lo quieres. Sin embargo te recuerdo los riesgos envueltos en esto...

— Lo se, capitán. Estoy conciente de ello. Asumo las consecuencias.

— Bien... Tu decides, aún cuando conoces mi opinión.

El hombre se queda mirando un largo instante a Cristian, observándolo detenidamente, con sus manos tomadas, como si quisiera escrutar hasta los más mínimos detalles de la figura del joven. Luego se reclina hacia atrás en su sillón y por fin, le dirige la palabra al joven que le observa intrigado.

— Jovencito.... Seguro te preguntarás qué es todo esto y porqué tu tío te ha traído aquí. Bueno, te diré que estás en las oficinas de la policía civil, y este es el departamento de operaciones encubiertas.

Cristian da una mirada de interrogación a su tío, quién solo atina a hacerle un gesto para que siga escuchando las explicaciones del oficial.



— Tu tío... Alfredo es lo que podríamos llamar un policía secreto en operaciones encubiertas. Trabajamos infiltrándonos en células delictivas para desbaratar sus operaciones de narcotráfico. Estamos en medio de una operación que ya a durado unos ocho meses, y de la cual esperamos aprehender a un importante grupo de narcotraficantes que operan en la zona.



El oficial hace una larga pausa, como si dudara en entregar información a este joven adolescente a quien acaba de conocer y que le mira con cara de asustado. Luego de dar una mirada de resignación a Alfredo, continúa su explicación...



— Algo que debes saber, jovencito, es que los riesgos que corre tu tío, son sumamente altos. Por ello es imperativo que todo lo que has escuchado aquí, y lo que de seguro te enterarás con relación a este caso, debe permanecer absolutamente confidencial. Nadie más debe enterarse de esto... ¿Entiendes lo que digo, hijo?

— Sí, señor. Entiendo –responde casi susurrando al oficial.

— ¡Excelente! No pretendo asustarte, pero tu tío arriesga su vida cada día en esta operación –continúa el capitán, con su seño fruncido y con voz grave–. Podrás imaginar lo que le sucedería si esos delincuentes se llegaran a enterar que tu tío es policía.

Cristian siente que todos los bellos de su cuerpo se le erizan. Una angustia creciente por Alfredo y lo que le pudiera ocurrir, le hace dar una mirada agónica a su tío. Alfredo lo tranquiliza poniendo su mano sobre su brazo derecho.



— Bien –concluye el oficial, poniéndose de pié y poniendo fin a la conversación–. No creo necesario que debas saber nada mas de todo este asunto, por tu propia seguridad y la de tu tío.



El oficial extiende la mano a Cristian, a modo de despedida. Después de murmurar algunas instrucciones a Alfredo, se retira de la oficina, dejando a los dos jóvenes solos en el despacho. Apenas el capitán cierra la puerta, Cristian no puede mas guardar la compostura y se deja caer abrumado en el sillón. Alfredo se sienta a su lado y le tranquiliza.



— Tranquilo, sobrino regalón –le dice con afecto–. La cosa no es tan terrible como parece.

— Pero Alfredo... el señor dijo que arriesgas tu vida todos los días... –protesta quedo Cristian–. ¿Te imaginas que te pase algo terrible? Quedaría solo en el mundo, no tengo a nadie mas que a ti.



Lágrimas sinceras salen de los ojos brillosos del joven. Se le hace una enorme tragedia solo pensar en quedarse solo sin su amado tío. Alfredo sin agregar palabra lo abraza tiernamente, mientras se pone de pie invitando a hacer lo mismo a su sobrino con un gesto.



— Vamos, iremos a desayunar en el centro y ahí conversaremos del tema. No te preocupes demasiado. No es primera vez que estoy en este tipo de peligros, y sé cómo cuidarme.



Luego de caminar unas cuadras hacia el sector céntrico de la ciudad, ingresan a un café. Alfredo busca un rincón apartado de los pocos clientes que hay en el local a esa hora de la mañana. Luego que el encargado les trae el pedido para desayunar, Alfredo inicia su explicación a su sobrino.

— Mira Cristian. Lo que te dijo el capitán, debes tomarlo con tranquilidad. El exageró un poco el asunto para que tu no vayas a comentar esto con nadie. Él no te conoce y seguramente pensó que, por ser adolescente, serías imprudente con esta información.

— Pero yo jamás imaginé que tu....

— ¿Qué fuera policía? Bueno, es lo que siempre soñé ser. Desde que tenía mas o menos tu edad, que quise ingresar a la policía civil.

— ¿Y desde cuándo eres policía?

— Desde hace unos diez años, mas o menos...

— ¿Y nunca se lo dijiste a nadie?

— Bueno, cuando quise ingresar a la escuela de investigaciones, tu abuelo, mi padre, se opuso enérgicamente. Cuando cumplí los dieciocho años me fui a la capital sin su consentimiento. Por eso que estuvo molesto conmigo por mucho tiempo.. Aunque nunca le dije que había ingresado a la policía, el viejo parece que lo sospechaba. Una vez llamó a la escuela policial preguntando si yo estaba matriculado. Como yo ya había advertido a la telefonista que él podría llamar, lo negaron.

— ¿Y por qué te viniste a Antofagasta?

— Bueno en realidad, me asignaron a esta prefectura una vez que egresé de la Escuela. Después de unos años, me ofrecí para trabajar en el POCE, y me aceptaron.

— ¿Qué es “POCE”? Recuerdo haber visto esas letras en la pared de la oficina donde me llevaste.

— Son las siglas para “Policía Civil Encubierta”. La verdad es que no a cualquiera aceptan en esta división. Deben ser personas de una alta moralidad y espíritu de servicio. Es personal de suma confianza de la jefatura.

— Pero... ¿Y tu trabajo en la compañía minera?

— Ah, bueno. Esa es una fachada que uso para mi trabajo policial.

— ¿Quieres decir que no es un trabajo verdadero?

— Oh, no... Claro que es verdadero. Solo que no es importante. Uno de los oficiales me consiguió ese empleo. Llevo varios años trabajando con un subcontratista. Como se supone que yo doy atención calificada en máquinas para la minería, puedo ingresar y salir libremente de la faena, sin despertar sospechas. Como uso radio comunicadores para las faenas, nadie sospecha que al mismo tiempo es mi comunicador con la prefectura. Precisamente este trabajo me permitió entrar en contacto con el grupo de narcotraficantes que estamos investigando.

— ¿Y has estado en mucho peligro? Me refiero ¿qué te pudieran matar?

— Bueno, no es tan terrible como te lo pintó el capitán, pero sí una vez estuve en verdadero peligro cuando estuvieron a punto de descubrir que era policía.

— ¿Y cómo sucedió?

— Uno de los delincuentes me escuchó hablando con el capitán por el radio trasmisor, y me siguió por varios días sin que yo lo notara.

— ¡Qué susto! ¿Y Cómo....?

— Bueno, cuando me di cuenta que me seguía, lo increpé con rudeza, y amenacé con matarlo si me seguía molestando. Dentro de los narcotraficantes, me tienen cierto respeto, pues creen que maté a uno de los delincuentes más temidos.

— ¿Y lo mataste?

— Bueno, no. Lo hizo otro de los delincuentes, pero ellos no lo supieron. Creen que lo hice yo. No me he molestado en desmentirlo, pues me sirve como protección.

— ¿Y el que lo mató no te delató?

— Difícil que lo haga. Está muerto.

— ¿Lo...?

— No. Yo no lo maté. Se ahogó nadando borracho en la playa. Eso fue muy providencial para mi.

— Y al que amenazaste... ¿no te ha vuelto a seguir?

— No. Yo lo denuncié a uno de los jefes de los Narcotraficantes y le dijeron que si seguía importunándome, ellos mismos lo iban a matar.

— ¿Tanta confianza te tienen?

— Al parecer si, pero me ha costado años ganarme su confianza. He participado en varias operaciones de trafico de drogas con ellos. Pero en esto uno nunca está completamente seguro de nada. Hoy día te dan la mano, y al día siguiente te pueden dar un balazo... y ya.

— Me dijiste que no podías enemistarte con la señorita Nélida... ¿Eso tiene que ver con...?



Al parecer la pregunta de Cristian, perturbó a Alfredo, ya que después de un profundo suspiro, guardó silencio por un instante...



— Uf, sobrino... tocaste un tema muy delicado... ¿Me permitirías que no habláramos de eso por ahora? Te prometo que en su debido momento te lo contaré...

— Está bien, Alfredo no te preocupes.

— Solo te adelantaré que casi me desbaratas mucho trabajo efectuado, si me hubieras hecho enemistar con ella. Pero gracias a Dios, eso no sucedió.



Cristian no puede dejar de pensar en que algo turbio hay con Nélida y todo ese trabajo policial que efectúa Alfredo. Pero prefiere no anticiparse a nada y esperar pacientemente que Alfredo se lo revele algún día.



— ¿ Y ganas mucho dinero con eso de las drogas...? ¿Cómo....?

— Eres bastante perspicaz, sobrino regalón –dice riendo divertido Alfredo, mientras sacude el cabello de su sobrino–. Claro que sí. No te imaginas la cantidad de dinero que se gana con el narcotráfico. Por eso es tan difícil de desarraigar.

— Pero tu vives en un cuarto pequeño conmigo....¿cómo...?

— Ja, ja, ja. Sabía que llegarías a esa conclusión. La parte que no sabes, es que todo el dinero que he ganado por el negocio de la droga, va completito a la prefectura, donde me hacen un recibo y pasa a formar parte de las evidencias que se usarán en contra de los narcos una vez que sean aprehendidos. Además mi conciencia no me permitiría gastar dinero en mi, que ha salido del sufrimiento de tanto desdichado.

— ¿Pero los delincuentes no sospecharían si ven que no usas el dinero?

— Oye...ja, ja, ja.... tú deberías ser policía también con esa capacidad que tienes de sacar conclusiones, ja, ja, ja. Claro que lo uso, pues sobrino. Solo que lo justo y necesario. Además les he hecho creer que estoy ahorrando todo el dinero que puedo para comprarme una mansión en el sur. Ellos saben que vivo en el cuartucho de la casa de Tito. Ellos mismos me sugirieron que viviera modestamente para no hacer surgir sospechas. Pero luego nos cambiaremos de allí a un lugar más cómodo.

— ¿Esa es la otra buena noticia que me ibas a dar?

— Exacto, colega policía, ja, ja, ja. Ahora que ya no tendré que subir a la minera, podemos hacerlo con mas confianza.

— ¿Porqué ya no subirás? ¿El capitán...?

— No, no, no. Esto no tiene nada que ver con la policía. En verdad mi jefe de la empresa subcontratista me va a enviar a supervisar equipos que las mineras tienen en la ciudad. Me lo comunicaron este domingo pasado, en la mañana.

— ¡Qué bueno es eso!

— Lo único malo, es que estando aquí abajo, no podré hacer ciertos trabajos con los delincuentes. Tendré que hacer ajustes al respecto.

— Alfredo.... ¿No has pensado retirarte de la policía...?

— Si me hubieras hecho esa pregunta antes que muriera mi viejo, te habría dicho que no, que por ningún motivo... Pero ahora que las circunstancias ha cambiado.... no sé... La verdad es que lo he estado considerando seriamente. Más ahora que me he tenido que hacer cargo de tu educación. Este trabajo es muy peligroso, y se hace aún mas cuando debo velar por tu seguridad. Puede que por venganza atenten contra ti. Ese pensamiento no me ha dejado dormir estos últimos días.



Tío y sobrino se abrazan afectuosamente, sin proponérselo. Sus ojos vidriosos delatan sus emociones a flor de piel. Después de pagar la cuenta, se retiran del lugar, abrazados como dos viejos amigos.



Cristian está feliz de que ya no haya tantos misterios entre ambos. Pero un dejo de preocupación se ha alojado en su joven corazón.



—FIN DEL CAPÍTULO 19—