martes, septiembre 14, 2010

— Una nueva oportunidad para un viejo mendigo— Cap. 20

El mismo día siguiente, Alfredo salió a buscar otra casa donde arrendar. Con Cristian habían concordado en que no debía ser muy lejos de donde estaban, tanto por no alejarse de la pensión de doña María, como para que Cristian pudiera estar cerca de sus pocos amigos que tenía en el barrio: El Antuco, doña Soledad, y Tito. Aunque respecto de este último, se le hacía difícil conservar esa amistad, considerando el peligro en que estaba envuelto Tito.
Hasta el Jueves de esa semana, no habían encontrado nada. La señora Luisa, del almacén donde compraban el pan y otras cosas menudas, les había colocado un aviso en su vitrina, solicitando arrendar casa, y el precio que estaban dispuesto a pagar. Doña Soledad se las arregló para conseguir que en el supermercado también publicaran un aviso. El Viernes parecía que habían resuelto el asunto, pero resultó que la casa que se ofrecía, estaba al lado de una de las familias que traficaban drogas. Alfredo se opuso terminantemente a arrendarla, y por supuesto Cristian lo respaldó. Nélida estuvo tranquilizada toda esa semana, ya que, con la presencia de Alfredo, se cuidaba de exponer su interés por Cristian.
El Sábado, en la mañana, Cristian recuerda visitar al “Poeta Copete”. Después de relatarle los acontecimientos del Domingo, y de la buena reacción de Alfredo, el viejo vagabundo no podía parar de reír. Según él, eso demostraba que nunca se llega a conocer realmente a las personas. Pero lo que lo dejó mudo de asombro, fue cuando se enteró de la invitación de doña Soledad a tomar onces...
— ¿Estás seguro, marinero, que fue a mí a quién se refería? ¿No te habrás confundido?

— No, no me he confundido. Ella dijo bien claro que deseaba que usted aceptara tomar onces con ella y conmigo.

— Ay, Dios... esa señora debe estar mas loca que yo –balbucea el viejo, tomándose la cabeza a dos manos, mientras se pasea de acá para allá–. ¿A quién se le ocurriría invitar a un vagabundo borrachín a su casa? ¡¡Y a tomar onces!! Ja, ja, ja, ja, ja. Ensuciaría todos sus lindos sillones con mi ropa “limpia” ja, ja, ja. ¿Estás seguro, hijo, de lo que estás diciendo?...

— Ya se lo dije a usted. Ella quiere que vaya a su casa. Tendría que preguntarle a ella porqué lo hace, no a mí –responde divertido Cristian, al ver la confusión del pobre hombre.
El Poeta copete se sienta en una de las rocas de la playa, tomándose su mentón y quedándose largo rato meditando, como queriendo entender qué es lo que sucede. Luego de un instante, se incorpora y se dirige a Cristian pensativo...
— Tienes razón, marinero –dice poniendo su mano en el hombro del joven–. La única forma de desentrañar este misterio, es concurriendo a casa de la señora... “confundida”, y preguntárselo a ella misma.

— Ella quería que usted pudiera ir hoy. Dice que le haría unos panes amasados para que probara su mano...

— ¿Panes amasados? ¿Calientitos? ¡Por mi copete! –exclama el viejo, llevándose sus manos a la cabeza–. Ja, ja, ja, ja. El que estaría loco, sería yo si no acepto esa invitación, ja, ja, ja...¿Y tú, marinero... estarás allí también?

— Por supuesto, ja, ja, ja. –responde divertido, Cristian–. No me perdería por nada del mundo las exquisiteces que cocina la señora Soledad...

— ¿Ah, sí?... ¡Qué te parece! Algo me dice que seremos concurrentes muy asiduos de esa amable... señora confundida, ja, ja, ja. Pero espera un poco... –dice el viejo, deteniendo de pronto su jolgorio, y reflejando una inesperada seriedad en su rostro.

— ¿Qué pasa...? –murmura preocupado el joven.

— Es que no puedo ir y entrar así nada más a casa de esa amable señora, en esta facha –responde el viejo, con un dejo de tristeza en su voz–. Mira mis andrajos, y mis zapatos rotos, me caería de vergüenza sentarme en su sillón en estas condiciones...No, no, no. No podré aceptar, marinero... No sabes cuanto lo siento, pero, no.

— Yo sabía que usted diría eso...

— Y si lo sabías, ¿porqué me invitaste, hijo? ¿Pretendías burlarte de este pobre viejo tonto? –interrumpe algo molesto, el viejo, con sus ojos vidriosos.

— Por favor, no crea eso de mí. Yo sería incapaz de burlarme de usted. Usted ha sido como... ha sido muy amable conmigo –responde el joven con sinceridad. Es que yo ya hablé con mi tío y...

— ¿Con tu tío Alfredo? –pregunta el viejo, con una mezcla de estupefacción y sorpresa–. ¿Y no te dijo nada por haber entablado amistad con un viejo pordiosero como yo?

— No, no dijo nada. Bueno sí dijo, pero nada malo....

— ¿Y qué dijo, si se puede saber?

— Dijo que era muy difícil hoy día encontrar personas de buen corazón como usted, y manifestó su deseo de conocerlo, para darle las gracias por tratar de ayudarme.

— ¿Eso dijo? Vaya... se ve que ese joven no es ningún estirado. Pero por otro lado, es un cándido en confiar así no mas en alguien a quien ni siquiera conoce. Yo en su lugar, no te habría permitido seguir con esta amistad...

— ¿No me habría permitido? –responde incrédulo el joven, con un dejo de humor e ironía en su voz, que termina por divertir al viejo.

— Bueno, ja, ja, ja... Creo que al final te habrías salido con la tuya, ja, ja, ja. Pero en fin... ¿Qué es lo que conversaste con tu tío...?

— El dijo que si usted respondía, como lo hizo, que yo le llevara a nuestra pieza y que allí el podría ... regalarle una ropa que el tiene para que usted pueda ir a visitar a doña Soledad –responde el joven, con sigilo y prudencia, tratando de no ofender al viejo.

— ¿Dijo esoo? –responde el viejo abriendo desmesuradamente sus ojos, sin poder dar crédito a lo que oye–. Pero si eso no lo hace nadie hoy en día... ¿Con qué criaron a tu tío?, ¿con leche de las monjas?, ja, ja, ja.
El viejo y el joven ríen de buena gana ante esta extraña situación. Luego de unas cuántas preguntas más, por parte del viejo, finalmente ambos se dirigen a la pieza de Cristian, como a eso del mediodía. Ante una inicial inquietud y duda nerviosa por parte del viejo, finalmente se atreve a ingresar al cuarto del joven. Alfredo no está, ya que debió dirigirse a ver al capitán para recibir nuevas instrucciones para sus pesquisas. De modo que el viejo y el joven, examinan varios pantalones y camisas que Alfredo guarda en el baúl, y que pertenecieran a su Padre, don Benancio.
— Oye, marinero... ¿Estos pantalones usa tu tío? Son de mi época y bastante anchos para un joven como él, ja, ja, ja.

— En realidad no son de él. Son de mi abuelo, Benancio.

— ¿Tu abuelo? ¿No dijiste que tu abuelo... había....?

— Oh, sí. Mi abuelo está fallecido, pero es que mi tío guardó esta ropa como recuerdo o algo así dijo... no recuerdo bien.

— ...Y este viejo está privándolo de esos lindos recuerdos –responde el viejo, con un dejo de tristeza en su voz.

— No se apene por eso. Mi tío dijo que la ropa es la herencia de los pobres. Al menos eso siempre decía también mi abuelo. Decía que cada vez que uno la usaba, recordaba a su antiguo dueño, y así mantenía su recuerdo. En cambio guardada en un baúl, es fácil olvidarse de la ropa y de aquel a quien perteneció. Cosas de mi abuelo.

— Me hubiera gustado haber conocido a tu abuelo, marinero. Se percibe que era un hombre que tenía la sabiduría que entrega la vida –responde con una sonrisa el viejo, mientras se encaja los pantalones–. Mira...¿cómo se me ven?

— Muy bien... parece que fueran de usted.

— ¿Verdad que sí? Ja, ja, ja. Ahora soy un hombre elegante y de mucha alcurnia –dice divertido, adoptando una pose caricaturesca de gran señor.

— ¿Le gustaría darse un baño? –pregunta temeroso el joven, temiendo ofender al viejo.

— ¿Un baño? ¿Un baño dices tú? ¿Con agua dulce y todo?, Ja,ja,ja –responde contento el viejo, mientras se saca los pantalones–. Ya no recuerdo cuándo me di el último baño con agua dulce. Solo me baño en el mar, pero el agua salada me pica el cuerpo... Así es que ... mejor no me baño, ja, ja, ja, ja.
La risa franca del viejo, hace que Cristian le muestre su dedo índice sobre sus labios, pidiéndole silencio, al mismo tiempo que señala la ventana de Tito.
— Ooop... Perdón marinero –responde el viejo, interrumpiendo abruptamente su risotada –olvidé que no estamos en mi pocilga, ja, ja, ja.

— Está bien, no se preocupe, los dueños de casa son amigos. De todos modos es mejor no llamar mucho la atención.
Mientras el viejo se ducha en el cuarto contiguo al WC. Cristian selecciona alguna ropa interior y unos zapatos de Alfredo. Una vez que el Poeta Copete está de regreso en el cuarto, Cristian le ayuda a ponerse una de las camisas blancas de su abuelo. Una vez vestido y calzado los zapatos, que le han quedado un poco grandes, pero cómodos, el viejo se mira en el espejo de la pared. Su rostro barbudo y desaliñado contrasta con las ropas limpias que lleva. Se queda observándose por lago rato mientras se pasa su mano por el mentón. Luego peina sus canosos cabellos hacia atrás, ayudado por el joven.
— Mejor ni te cuento, como salió el agua de la ducha, ja, ja, ja –dice el viejo mientras Cristian ordena sus largos cabellos–. Si se tapa el caño, tendré que pagar indemnización al municipio ja, ja, ja.

— No creo que sea para tanto ja, ja, ja –responde el joven siguiendo la humorada–. En todo caso a mi me sucedió lo mismo la primera vez que llegué de Ovalle, ja, ja, ja.

— Oye, marinero... ¿Cómo es esa... esa señora confundida... la que nos invitó a tomar onces.

— ¿Doña Soledad? Bueno, en una buena persona. Ella es viuda y nunca tuvo hijos. Vive sola con su perrito. A veces se desequilibra emocionalmente, pero no siempre le ocurre eso.

— Sé de lo que hablas. Aunque tu no lo creas, a veces a mi me parece que yo también pierdo la cordura. Tengo recuerdos que me corroen el alma y es muy difícil vivir con sentimientos de culpa como los míos. Quizás algún día te platique de ello...
El viejo se calla al sentir que su voz se quiebra por la emoción. Cristian guarda respetuoso silencio sin agregar palabra alguna. En sus pensamientos recuerda lo que le contó Licha acerca del viejo. No puede menos que compadecerlo. Luego de un instante, el viejo recupera la compostura.
— ¿No crees que el pelo se me vería mejor, amarrado como cola de caballo, marinero?

— Yo creo que sí, don Odiceo –responde Cristian condescendiente–. Se le vería más de acuerdo con su ropa.

— Ja, ja, ja, No me digas Odiceo, marinero, que me haces reír –dice abruptamente el viejo–. Ese nombre me lo puse yo y se siente raro en boca tuya. Te voy a contar un secreto, pero será solo para ti. Te diré mi verdadero nombre. Pero haz de prometerme no mencionarlo delante de otras personas.

— Claro... como usted diga...Pero... ¿Cómo deberé llamarlo?

— “Señor Poeta”. Así me gusta que me llames. Me hace sentir... importante –. responde el viejo, casi con solemnidad, poniéndose de pié y elevando uno de sus brazos como si se dispusiera a declamar uno de sus poemas–. “Señor Poeta”... ja, ja, ja Poeta pordiosero... pero poeta al fin. Sí señor, ja, ja, ja.

— ¿Y cómo es su nombre verdadero, señor poeta? –dice solemnemente el joven siguiendo el juego al viejo.

— Mi nombre es... Rodrigo... –responde con solemnidad, y paseándose por el cuarto, mientras mueve sus brazos declamando–. “Rodrigo... como el mío Cid. Como el Cid campeador, marinero. Guerrero de mil batallas, soberbio y altanero al desafiar a la muerte misma. No hay brazo que se haya mantenido firme frente a mi temple. Defensor de damas hidalgas e indefensas, (siempre que sean hermosas) –dice con picardía, guiñando un ojo al muchacho–, y del oprimido, y del pobre y del andariego y de todo aquel que no tenga ayudador. Mi mano es su mano, y mi brazo, su protección. ¡No temáis borrachos de la tierra!, que aquí tenéis a vuestro adalid, abrazad mi causa, y os prometo que vuestra vida estará llena de aventuras y romance.”

— ¡Bravo! ¡bravo! –exclama Cristian, mientras aplaude entusiasmado. El viejo termina su monólogo con una amplia y caricaturesca reverencia.

Cristian y el Poeta copete, se dirigen a casa de doña Soledad. La mujer los recibe afectuosa y efusivamente. Insiste en que se acomoden en el mejor de sus sillones. Luego de ofrecerles una limonada fría, se sienta frente al viejo poeta con una sonrisa de satisfacción, difícil de disimular.
— No sabe usted, las ganas que tenía de conocerlo –dice la mujer entrelazando sus manos, delante de su expresiva sonrisa.

— ¿Ah sí? –pregunta halagado el viejo, respondiendo a la sonrisa de la mujer–. Seguramente el marinero le habrá exagerado las cosas acerca de mi.

— Al contrario –responde doña Soledad–. Cristiancito es un jovencito muy serio, y todo lo que me ha contado de usted, debe ser cierto.

— ¿Y qué le ha dicho de mi? A ver. Veamos si ha sido objetivo y equilibrado –responde el viejo, inclinándose hacia atrás en el sillón, y poniendo uno de sus brazos sobre el respaldar.

— Me ha dicho que usted es una persona con mucha educación. Y no me diga que no, pues ya lo estoy comprobando. Usted usa un vocabulario muy agradable. Se nota que es una persona muy educada...

— Oh, no se crea todo lo que ve, querida dama –responde el viejo en tono divertido–. Usted sabe que “no todo lo que brilla es oro” ¿verdad?, ja, ja, ja.

— Don Ro... don... eh... el señor poeta me hace recordar a mi abuelo Benancio con sus dichos –interviene Cristian.

— Está bien, marinero... puedes llamarme Rodrigo –dice el viejo al notar la perturbación del joven–. Esta bella dama no es como las otras personas que he conocido. No hay problema en que sepa mi verdadero nombre.–concluye el viejo, mientras besa la mano de doña Soledad quién no puede disimular su complacencia con su risita nerviosa. Cristian abre desmesuradamente sus ojos de sorpresa al notar con qué facilidad el viejo accede a revelar su verdadero nombre, después de prohibírselo con tanta insistencia en su cuarto.

— ¿Ah, si? –dice en tono divertido doña Soledad, mientras le ofrece un dulce al viejo, que éste no demora en recibir y engullir–. ¿Y cómo son las otras personas a las que usted ha conocido?

— Ah, mi bella dama... Usted no se imagina cómo está el mundo hoy día –responde con un suspiro el viejo–. Pululan los engreídos y los mentirosos y lo hipócritas. Estos últimos son los que mas me disgustan.

— ¡Creo que nos vamos a entender muy bien lo dos, amigo poeta! –exclama la mujer, muy complacida–. A mi me indignan las mismas cosas...

— Rodrigo...

— ¿Cómo? –pregunta extrañada doña Soledad.

— Rodrigo es mi nombre, bella dama. Usted puede llamarme Rodrigo.

— ¡Que bello Nombre!... “Rodrigo”, como el Cid Campeador, ji, ji, ji.

— ¿Viste marinero? –dice el viejo, dirigiéndose a Cristian–. Estamos conectados con esta bella señora. Algo me dice que seremos buenos compinches, ja, ja, ja.
La velada transcurre entre risas y las bromas ingeniosas del viejo, celebradas efusivamente por doña Soledad y Cristian. Luego de dar cuenta de cuanto dulce o comida quedara, (cosa que el viejo alaba en cada mordisco por la buena mano al cocinar de doña Soledad), el viejo menciona el problema por el cual atraviesa el joven, por la situación de Nélida y su tío.
— Usted aconsejó muy bien al marinero, mi bella dama. Y la providencia se encargó de que las cosas salieran bien. ¿Qué te dijo tu tío, hijo? –pregunta el viejo.

— Dijo que por ahora dejaríamos que Nélida piense que nos engaña a los dos –responde el joven con prudencia. Sabe que no debe delatar las actividades policiales de su tío, aún a estas buenas personas–. Dice que él esperará el momento apropiado cuando se lo descubrirá.

— Tu tío es una persona muy especial, Cristiancito –dice doña Soledad–. Se nota que fue bien enseñado por tu abuelo.

— Espero que eso no te traiga problemas con “la araña”, marinero.

— No los traerá. Mi tío ya no subirá a la mina. Desde la próxima semana trabajará aquí en la ciudad. Además nos cambiaremos de casa.

— Ay, si. De veras que andas en eso. Ojalá no sea muy lejos de aquí, Cristiancito. No me gustaría perder tu amistad –dice la mujer con un dejo de tristeza–. En el supermercado no ha habido novedades con el aviso que me pusieron.

— Traten que sea una casa bien abrigada –dice el viejo–. Pronto llegará el invierno, y las noches están cada vez más frías.

— Ay, me imagino cómo debe sufrir usted, don Rodrigo, viviendo a la intemperie con todo ese frío que hace en las noches de invierno –dice doña Soledad, con pena.

— No voy a negarle que algunas noches son muy difíciles de superar –responde don Rodrigo–. Sin embargo no es todo el año. En verano y primavera es muy agradable dormir bajo las estrellas. Se siente la magnificencia del universo, la libertad de las aves, la identidad del viento –dice, cerrando sus ojos y haciendo ademanes elegantes.

— Uy, don Rodrigo –dice visiblemente emocionada doña Soledad, llevando sus dos manos entrejuntas a su boca, ante al sonrisa complacida de Cristian–, es usted un magnífico poeta, ji, ji, ji. Cristiancito ya me lo había dicho, pero ahora lo compruebo por mi misma. ¿Hace mucho que usted escribe poesía?

— No, para nada, mi estimada dama –responde el viejo–. El poeta copete, solo apareció cuando la vida me jugó una mala pasada. Usted no imagina lo que el dolor, la soledad y la desesperación pueden hacer en el alma de una persona. Si algo debo agradecer a esta vida negra mía, es haber removido el sarro de mi corazón y haberme hecho más humano. Ahora, desde mi presente, puedo mirar al pasado y darme cuenta de cuántas estupideces cometemos cuando no estamos concientes de nuestra naturaleza. Pero en fin... –dice con un suspiro– . Si no aprendemos “por las buenas”, la vida se encarga de enseñarnos por las malas...ja, ja, ja, ja.

— Ja, ja, ja... usted tiene toda la razón, don Rodrigo –responde la mujer–. ¡Y que lo diga! A mi me sucede exactamente lo mismo. Desde que perdí... desde que se fue mi esposo y quedé sola, he tenido mucho tiempo para pensar, y he experimentado lo mismo que usted relata.

— ¿Acaso su esposo la abandonó? –pregunta el viejo con seño fruncido y un dejo de compasión en la voz.

— Sí... –interrumpe Cristian–, su esposo la abandonó y se fue para Argentina...¿Verdad señora Soledad?

— Pero qué falta de bondad de parte de su esposo... –exclama el viejo–. Cómo puede haber personas tan egoístas... Me imagino que usted estará muy enfadada por ello, bella dama...

— Disculpe señora Soledad –dice Cristian, avergonzado, al notar la incomodidad de la mujer–. No debí mencionarlo...

— No, no... No es eso, Cristiancito...es que... –la mujer se queda un tanto perturbada –. Lo que sucede es que no te conté toda la verdad, hijo... perdóname...

— No tiene porqué disculparse, señora Sole –responde el joven–. Son cosas personales que usted no tiene ninguna obligación de contarme...

— Pero quiero hacerlo, hijo. Ya te considero como de mi familia, y no quiero que haya mentiras entre nosotros.

La mujer saca un pañuelo de su manga, y seca sus ojos húmedos por la emoción, mientras el viejo y el joven observan la escena en respetuoso silencio.

— En realidad mi esposo no me abandonó –continúa la mujer con voz entrecortada por le emoción–. Él fue uno de los detenidos desaparecidos para el pronunciamiento militar de 1973. Era dirigente vecinal de un partido político de izquierda. Una noche los militares lo vinieron a buscar como a las tres de la madrugada. Aún lo recuerdo despidiéndose de mí. En sus ojitos se veía que sabía que nunca más nos volveríamos a ver. Lloré toda esa noche... Me dijo... “Nunca olvides que siempre te amé y siempre te amaré”... Y nunca lo he olvidado, a pesar de que Dios sabe cuánto lo he intentado –agrega prorrumpiendo en llanto.
El viejo se sienta al lado de doña Soledad, rodeándola con sus brazos, acariciando sus cabellos en un gesto consolador. Cristian no puede evitar que sus ojos derramen lágrimas de compasión por el sufrimiento de la pobre mujer.
— Entiendo cómo debe sufrir, bella dama –dice en tono consolador el viejo–. El recuerdo es como un aguijón que nos tortura cada día que pasa. Y Dios no nos permite olvidarlo... quizás para recordarnos cuán indefensos somos ante esta ingrata vida. Pero debemos seguir sufriendo esta soledad con entereza. Quizás algún día Él se apiade de nuestro sufrimiento y nos permita algún momento de felicidad antes de que nos llame a su santo reino.
Ahí estaba nuevamente ese “Santo Reino”. Cristian no puede evitar llenar su cabeza de preguntas sin respuestas. ¿Las tendría algún día?

Luego de pasar ese momento de tensión emocional, doña Soledad, ya mas repuesta, trajo su álbum de fotografías para mostrarlas al viejo. Cristian se imaginó la cara que habría puesto el Antuco si hubiera estado allí. No pudo evitar sonreír ante esa imagen mental.
— Don Rodrigo –dice sonriente doña Soledad, una vez que han terminado de ojear el álbum–. Quiero proponerle algo, pero prométame que no se va a ofender...

— Nada podría ofenderme si viene de usted, mi bella dama –responde teatralmente el viejo–. Usted dirá...

— ¿Porqué no se viene a vivir a mi casa? Yo tengo un cuartito de madera en mi patio que antes arrendaba y que tiene cuarto de baño separado... usted podría servirme de compañía y protección. Así yo no tendría que preocuparme que alguien me asalte por vivir sola. ¿Qué le parece?
El viejo se ha quedado boquiabierto sin atinar a responder, ante lo inesperado del ofrecimiento. Solo atina mirarse con Cristian, quien también no sabe cómo reaccionar ante lo inesperado de la situación.
— Pero... –responde casi tartamudeando el viejo– ¿Usted está en sus cabales? ... No se ofenda, pero si ni siquiera me conoce –agrega, mirando desconcertado al joven–. ¿Cómo sabe si soy una mala persona y le hago daño? No creo que sea prudente para usted...

— ¿Usted una mala persona? –responde riendo la mujer–. No me haga reír. Usted no es ningún desconocido, don Rodrigo, ji, ji, ji. Además usted me va a perdonar, pero yo sé reconocer de inmediato a las personas. Nunca me he equivocado. Y usted tiene un corazón que no le cabe en el pecho... y no me lo va a discutir. Pero si usted encuentra que es poca cosa lo que yo le ofrezco... –dice con fingida afección.

— ¿Poca cosa? ¿Poca cosa, dice usted?... ¡Por favor!... –responde el viejo con sus ojos humedecidos por la emoción–. Si jamás nadie me ha tratado como usted, bella señora. Y yo solo soy un viejo borrachín que no le importa a nadie y...
La emoción no le deja continuar, quebrándosele la voz en un sonido gutural. Momento que doña Soledad aprovecha para aliviar la tensión del momento.

— ¡Cómo se le ocurre decir eso, mi estimado don Rodrigo!... Entonces, no se diga más –dice la mujer, poniéndose de pie y dirigiéndose a Cristian, quien apenas se recupera de todo ese episodio sorpresivo–. Cristiancito, mañana mismo acompañas a don Rodrigo para que se instale en su cuarto.

— Pero, pero no tengo dinero con qué pagar el arriendo... –protesta débilmente el viejo, mirando a Cristian como pidiendo ayuda.

— Nadie le ha dicho que debe pagar, nada –responde la mujer–. Por lo demás si quiere contribuir con algo, hay muchas reparaciones que hay que hacer en esta vieja casa, y yo no puedo encargarme de ellas. La mano de un hombre será muy bienvenida ¿No cree?

— Ni lo diga –responde ya mas repuesto el viejo poeta–, yo sé carpintería y gasfitería. Con gusto me sentiré obligado a hacer esas reparaciones. Además noté que a su pequeño jardín le hace falta una buena poda...
Esa noche Cristian tuvo dificultades en conciliar el sueño. No dejaba de pensar en la dirección que estaban tomando los acontecimientos. Le alegraba sobremanera que la vida del viejo poeta estuviera cambiando para bien... y la de doña Soledad también. Sintonizaban muy bien los dos, como diría el Poeta copete. Es como si estuvieran hechos el uno para el otro... Quizás... tal vez... No. Era demasiado loco, siquiera pensarlo. El rostro de su abuelo se le antoja guiñándole un ojo.



FIN DEL CAPÍTULO 20

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